Por Marco Antonio de la Parra
@marcodelaparra
Esta obra es una pena. No únicamente la de los ogros, sino que también la del público.
La idea no sólo es buena, es muy buena, y no sólo es una idea, sino dos: el rapto y encierro de Nataska Kampusch durante diez años y un caso de un chico de 17 años que se suicidó tras desatar un tiroteo en su colegio. Ambos relatos son de esos que abren el apetito, pero la puesta se encarga de que se pierda.
Una escenografía en que prima la instalación con dos ventanales para los dos personajes de las historias en que se basa el espectáculo, mientras una novia en clave gore recita un cruel cuento de hadas que conectaría la trama, si es que la hay, con el sueño de los adolescentes como el sueño muerto que conservaría el adulto.
La elección postdramática —por llamarla de alguna manera— del director sacrifica la construcción que podrían generar ambos materiales, instalando un dispositivo escénico de discursos paralelos que se vuelve agotador, es incluso traicionado en su desarrollo cambiando su curso hacia un derrotero incomprensible, y va perdiendo emotividad, conexión con el espectador e incluso interés, al comprobar que estas historias no van a ser ni contadas ni transmitidas, apenas enunciadas en un estilo más o menos atractivo en lo visual, pero pobre en lo emocional.
Termina con una canción de John Lennon y una enorme proyección de su rostro en un mensaje generacional, que deja la pregunta de si era necesario toda la hora que dura la obra y que, lamentablemente, se hace muy larga.
Como en todo teatro postdramático, no hay desenlace ni desarrollo, y quedamos sin saber más de lo que sabíamos con el programa. No hay revelación más allá de la belleza de la propuesta escenográfica que no necesita más de cinco minutos para agotar sus efectos de luces. Prometía mucho, pero, a mi modesto parecer, no cumple con las expectativas.