Por Carlos Franz
A los habitantes de la ciudad de Monterrey, en el noreste de México, los llaman “regiomontanos”. ¡Qué regio gentilicio el de estos afortunados! Podríamos decir también que son “los reyes del monte” y no andaríamos descaminados. Sus pioneros construyeron esta ciudad en un largo valle, surcado por un río seco (que a veces se llena con furia) y flanqueado por las extraordinarias montañas de la Sierra Madre Oriental. Una cordillera de rocas calcáreas donde la erosión ha esculpido formas fantásticas: mitras cardenalicias, sillas de montar, espinazos de dinosaurios (aunque quizás estos últimos sólo los vi yo).
Según cuenta la leyenda -esa forma oral y popular de la historia-, Monterrey fue fundada en el siglo XVI por judíos conversos. Ellos habrían venido a estas regiones remotas para escapar a la Inquisición y así poder practicar su fe, a la que seguían secretamente fieles. No es seguro que lo lograran. Pero lo que sin duda consiguieron, sus descendientes, fue construir en este semidesierto una ciudad de gran empuje que, en muchos sentidos, es punta de lanza en Latinoamérica.
Monterrey es la mayor urbe industrial de México. Aquí tienen su sede algunas de las compañías más grandes de la región como Vitro o Femsa. Y también Cemex, la transnacional productora de cemento, que partió escarbando esos cerros caprichosos de los alrededores y hoy provee la materia prima para construir edificios en medio mundo (incluyendo Chile).
Pero lo más interesante de esta urbe, para mí, no es cómo y cuánto dinero produce, sino la forma en que han sabido invertirlo de maneras innovadoras, particularmente en cultura.
Monterrey ha salvado de la codicia inmobiliaria grandes recintos industriales, convirtiéndolos en centros culturales a una escala que no tiene nada que envidiarle a un país más desarrollado. Es el caso del espléndido parque de La Fundidora. La prosperidad regiomontana empezó en el siglo XIX, con la producción de acero. Para los años sesenta del siglo pasado su siderurgia estaba entre las más potentes del mundo. Luego, una crisis en ese sector obligó a extinguir los altos hornos. Las fundiciones se vaciaron y empezaron a ser desguazadas o robadas. Ocurría tal como en “El astillero”, la emblemática novela de Juan Carlos Onetti, donde una gran industria quebrada se ve reducida a sobrevivir mediante la venta de sus propias máquinas, por el precio del metal. En Monterrey, las encumbradas chimeneas y las fábricas fantasmales se convirtieron en el testimonio de un esplendor perdido. Todo pudo acabar así, como un apunte más en la larguísima lista de los fracasos económicos latinoamericanos.
Sin embargo, a mediados de los noventa la ciudad decidió convertir ese fracaso en un éxito. El vasto recinto de “La Fundidora” fue transformado en un gran parque. Los edificios de la siderúrgica reconvertidos en filmoteca, pinacoteca, teatros. Los altos hornos fueron recuperados y albergan un museo del acero. Sobre ese vasto complejo cultural reina el perfil de la gigantesca fundición como una colosal escultura abstracta. Un monumento a la inteligencia y, sobre todo, a la voluntad que hizo posible esa transformación.
La inteligencia y la voluntad regiomontanas tienen mucho que ver con su educación. Entre sus varias universidades destaca el famoso Instituto Tecnológico de Monterrey, el Tec. Una institución reputada por el uso intensivo de tecnologías de la información aplicadas a la docencia (el Tec fue la primera universidad latinoamericana íntegramente conectada a internet). Llegué hasta ella invitado por la Cátedra Alfonso Reyes, que honra al hijo más universal de esta ciudad. Que un instituto “tecnológico” haya querido ser sede de esta cátedra, dedicada a un célebre humanista, ya dice mucho sobre el espíritu creativo que preside sus aulas.
Dicté mis conferencias en una sala que bien podría haber sido el estudio de grabación de un sello discográfico. Pero nada era superfluo. Las cámaras, micrófonos y pantallas estaban allí al servicio de un fin preciso: practicar lo que en otros sitios todavía es un sueño. Las lecciones no sólo se dirigían al público presente, sino que se transmitían por internet, a los alumnos registrados, quienes preguntaban e intervenían a través de canales internos y de las redes sociales.
Ambos esfuerzos, el parque cultural de La Fundidora y el Tecnológico de Monterrey, tienen en común el impulso de empresas privadas. En México, como en otros países latinoamericanos, tradicionalmente el Estado desconfió de la iniciativa privada y ésta de aquel. Pero acá estos dos proyectos demuestran cómo el espíritu de empresa y la vocación pública no tienen por qué ser ajenos o enemigos. Por el contrario, la colaboración de industriales innovadores y estadistas visionarios puede ayudar a desatar esos dos nudos ciegos en el desarrollo de nuestros países: la ciudad y la educación.
Monterrey también tiene problemas. Por ejemplo, nada menos que el narcoterrorismo de “Los Zetas”. Pero cuando en toda Latinoamérica enfrentamos el reto de satisfacer las crecientes demandas de nuevas clases medias, el caso regiomontano podría resultar inspirador. Y encima tiene la gracia de ser un modelo nuestro, latinoamericano, en lugar de importado de culturas distintas y distantes. Un regio ejemplo, diría yo.