Por Andrés Rodríguez P.
A raíz del reciente y tan comentado debut como director de escena en la ópera Katia Kabanova del cineasta Pablo Larraín, conviene hacer una reflexión acerca de la cercana relación que tienen estas dos manifestaciones artísticas.
La ópera nació alrededor del año 1600 en Italia. Fue en esa época que compositores y libretistas se decidieron a integrar la música y el canto a una obra teatral. Son, en consecuencia, más de 400 años desde que este género entró en vigencia en el mundo cultural y artístico. Y sigue produciendo decenas de nuevas obras cada año. Hoy hay cerca de 2.000 óperas escritas.
Cuando no había cine, antes de 1895, el público que quería ver un espectáculo en vivo en el que hubiera drama, acción, comedia, música o simplemente diversión, iba al teatro de prosa, a un concierto o a la ópera. A comienzos del siglo XX, sin embargo, el cine empezó a desarrollarse con mucha fuerza y se transformó en la gran entretención popular que es. Con todos los medios tecnológicos imaginables que están a su alcance, el cine hoy permite crear, producir y reproducir prácticamente lo que uno quiera y lo que la imaginación conciba.
Es por ello que llama poderosamente la atención la atracción y fascinación que produce en los directores de cine llegar a dirigir una ópera. Grandes y célebres cineastas de todos los tiempos han sentido ese llamado a dirigir ese espectáculo completo que es la ópera, en la cual se fusionan el drama, la comedia, la música, el canto, la actuación y la danza.
Luchino Visconti (quien dirigió muchas obras pero que es especialmente recordado por su célebre producción de La Traviata con María Callas, a quien lo unía un fuerte amistad teatral), Ken Russell (con sus polémicas producciones de M. Butterfly, Mefistófeles o Fausto), Franco Zefirelli (con sus grandiosos montajes de Aída, La Boheme o Turandot), Michael Haneke (quien el año pasado junto con ganar el Oscar a la mejor película extranjera por “Amour”, estrenaba simultáneamente el Cosi fan Tutte de Mozart en Madrid). Werner Herzog y Carlos Saura son otros grandes directores de cine que han sucumbido a la atracción que ejerce en ellos el mundo de la ópera. Y hay muchos más.
Recientemente en nuestra capital, fue Pablo Larraín, el joven cineasta nacional (“Fuga”, “Tony Manero”, “No”, “Post Mortem”) quien dio su primer paso lírico haciéndose cargo de una novedosa y lograda producción de Katia Kabanova, la ópera de Janacek que se estrenaba en Chile luego de 93 años de espera (estrenada en Brno en 1921).
La posibilidad de manejar simultáneamente a todos los actores que participan en un espectáculo, constituye uno de los poderosos atractivos del género lírico, a diferencia del cine en que pueden filmarse escenas distintas en lugares, tiempos y horas totalmente diferentes. Que luego se editan y unen.
Pero en la ópera no hay posibilidad alguna de edición. Cuando se abre el telón al público, el espectáculo ha comenzado y lo que ocurra en él será visto y apreciado por la audiencia en su conjunto. Cada función es distinta una de otra. Las hay mejores y peores.
Un artista puede estar en mejor o peor condición vocal o actoral delante del público. La orquesta puede tocar con más brío o con menos interés. El Coro, cantar con mayor o menor fuerza. Pero jamás se puede repetir si algo sale mal, mientras que en el cine se puede rodar muchas veces una escena. Son decenas las variables que se manejan en una función en vivo, y decenas las cosas que pueden ocurrir. Sin embargo, ese es el gran atractivo que mantiene vivo a este género musical desde hace más de 400 años y que lo hace tan distinto al cine.