Por Carlos Franz
Con los escritores hay que dudar incluso la fecha de su muerte. El 23 de abril se celebran el Día del Idioma Español y el Día Mundial del Libro, la Lectura y los Derechos de Autor. Esta efeméride se estableció porque en esa fecha, de 1616, habrían fallecido a la vez Miguel de Cervantes y William Shakespeare, nada menos. Sin embargo, la verdad es que Cervantes murió el día previo, un 22 de abril; y Shakespeare falleció un tres de mayo (por entonces, en Inglaterra seguían con el calendario Juliano).
Esas discrepancias no importan. Incluso puede que la fecha más apropiada para celebrar a unos genios de la ficción sea una fecha ficticia.
Más interesante resulta saber que el único gran escritor de la lengua española que realmente falleció un 23 de abril, de 1616, fue el Inca Garcilaso de la Vega, que murió en Córdoba de España, en esa fecha precisa.
Hijo de un conquistador español, el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, y de una princesa incaica, la palla Isabel Chimpu Ocllo, Garcilaso era por parte de su padre sobrino nieto del poeta soldado renacentista, Garcilaso de la Vega. Y por el lado de su madre era bisnieto del antepenúltimo inca Túpac Yupanqui, y sobrino nieto del emperador, Huayna Cápac. Nacido en 1539, en el Cusco, Garcilaso fue educado por los amautas incaicos en las tradiciones de su pueblo materno; y en la cultura europea por preceptores españoles. Pero su mejor educación, y la más dura, fue ser testigo de las guerras de conquista y civiles que asolaban al Perú.
En 1560, a los veintiún años, Garcilaso partió a España donde se radicó hasta su muerte. En Extremadura, de donde venían los Garcilaso, en Córdoba y en Madrid, el joven mestizo experimentó la otra cara de su diferencia. Si en el Perú no lo consideraban completamente inca, por no ser del todo indígena, en España comprobó que tampoco era completamente español.
La “extrañeza” -sentirse raro y ajeno en todas partes- puede ser uno de los rasgos más distintivos en la formación de artistas y escritores. Después de varios intentos frustrados de asimilación, el Inca Garcilaso asumió su diferencia irresoluble y se convirtió en escritor. Con más de cincuenta años, se volvió hacia su pasado y dedicó el resto de su vida a escribir los Comentarios Reales de los Incas, la historia de su Perú incaico y español. En el prólogo a esa obra el Inca reflexiona sobre el problema de contar en su idioma paterno cosas que aprendió en su lengua materna. Y decide: “Me sea lícito, pues soy indio, que en esta Historia yo escriba como indio.”
Aunque en ese pasaje el Inca se refiere al problema de transcribir las palabras quechuas, su propósito puede interpretarse de una manera más general y ambiciosa. Pese a ser un maestro de la lengua española del Siglo de Oro, Garcilaso se propone escribir “como indio”.
Se ha dicho que esa ambición convierte al Inca Garcilaso en el primer escritor latinoamericano. Hay algo de verdad en esa anacronía. Varios rasgos en la vida y obra del Inca casi parecen premonitorios. Por ejemplo, Garcilaso fue un precursor en esa extranjería que iba a ser determinante para tantos escritores del boom latinoamericano. El Inca escribió sobre su América desde España, desde una distancia física y temporal que le daba una perspectiva panorámica pero, asimismo, lo obligaba a imaginar lo que ya no recordaba bien. Fabular era hacer revivir a la historia, según le habían enseñado sus amautas. Y él en su historia fabuló mucho.
Algo no tan diferente, quizás, le pudo ocurrir a García Márquez cuando escribió Cien años de soledad en México; o a Cabrera Infante, cuando imaginó en Londres La Habana perdida de sus Tres tristes tigres; o a Edwards, cuando reinventó el Chile de Los convidados de piedra, desde Barcelona; o a Cortázar y Vargas Llosa, que en París dibujaba el uno su Rayuela, mientras el otro llenaba Lima de “perros”.
Pero, sobre todo, el Inca parece un precursor de la narrativa latinoamericana moderna por su invención de una lengua literaria que, apoderándose de la vieja tradición del idioma español, pudiese expresar las peculiaridades del Nuevo Mundo en una forma original. Una lengua que pasaría por auténtica y natural, incluso cuando era fingida y artificial.
Esa invención de un idioma aún engaña a muchos. Todavía ocurre que autores argentinos, peruanos, mexicanos o chilenos, son leídos fuera de sus países como si el lenguaje de sus novelas representara el de sus “dialectos” nacionales. Sin embargo, la identidad lingüística es tan ficticia como todo lo demás dentro de una ficción. Tal como fue el caso del Inca precursor, en la buena literatura latinoamericana de nuestros días el idioma nacional es una creación de sus autores. Y aún más, en muchos casos esa lengua literaria es, en realidad, un español internacional que ambiciona parecer local.
El Inca Garcilaso de la Vega enfrentó todos esos problemas antes que nosotros.