La Araucana, de Alonso de Ercilla, es considerada el poema fundacional de la nación chilena. Pocos países similares cuentan con un canto épico como éste que relata el abrazo sangriento en el que fuimos gestados. Sin embargo, hoy casi nadie lo lee. Hacemos mal. En ese poema (que también es crónica y hasta es novela) se encuentra el origen de un conflicto que sigue vivo. Y en él también podríamos hallar algunas pistas para su solución. Publicada por partes entre 1569 y 1589, La Araucana relata en unos quince mil versos las primeras luchas entre el pueblo mapuche y los conquistadores españoles. Ercilla fue protagonista de esos combates y cuenta lo que él vio: “es relación sin corromper sacada/ de la verdad, cortada a su medida”. En el libro se siente el pulso agitado de una conflagración. Los propios defectos del poema contribuyen a su autenticidad. El relato inacabable de batallas que cansa a su propio autor (así lo declara al iniciar la Segunda Parte) anuncia que asistimos al inicio de una guerra que ninguno de los bandos podrá ganar del todo. El orden riguroso de la forma poética –esos endecasílabos marcialmente formados en octavas reales– y los versos a veces duros, toscos, quebrados, expresan mejor que una forma florida el contenido militar y brutal de lo que se relata. Cuanto menos poético es el verso de Ercilla más narrativo es su poema. La Araucana es un buen ejemplo del parentesco íntimo que une, desde siempre, al poema épico con la crónica y a ésta con la novela. Como en una novela histórica, la atroz verdad de la guerra se palpa en La Araucana. Las batallas en la selva fría son minuciosamente recreadas; los movimientos de las huestes mapuches formadas en escuadrones y las evoluciones de los tercios españoles se observan como en un mapa; los combates cuerpo a cuerpo se ven en primer plano y a veces producen escalofríos. Algunos combatientes caen deshechos y el campo se cubre “con la espesa lluvia de los cuerpos muertos”. Se ha dicho que Ercilla habría idealizado el valor y destreza de los combatientes araucanos sólo para aumentar el prestigio de las victorias españolas. Un lector desapasionado constatará que no es así. El poeta siente verdadero afecto por sus contrincantes mapuches y lo conmueve su destino. Aunque consigna las crueldades que ambos bandos cometen, condena con más dureza los excesos de los españoles. Lo más auténtico de una guerra es soñar con la paz. En el canto XXIII de La Araucana, Ercilla se aparta de la verdad histórica para fantasear un encuentro pacífico con sus enemigos. Después de unas arduas batallas, el soldado y poeta se pierde en una selva oscura: “Perdí el rastro y cerróseme el camino// de una espesura en otra andaba a tiento”. Por fin, en ese bosque encuentra la entrada a una caverna en cuyo interior lo recibe el brujo araucano Fitón. Este mago poderoso (que recuerda al Próspero de Shakespeare) domina la lluvia y el viento y conoce los secretos de la naturaleza. En su cueva hay mil pócimas repugnantes y divertidas, como el “moho de calavera destroncada/ del cuerpo que no alcanza sepultura”. El prodigio mayor en la caverna de Fitón es una gran esfera de cristal que flota en el aire por sí misma y en la cual el mago le muestra al poeta el mundo entero, con su pasado y su futuro. Allí “todas las cosas parecían/ en su forma distinta y claramente;/ los campos y ciudades se veían,/ el tráfago y bullicio de la gente, las aves, animales, lagartijas,/ hasta las más menudas sabandijas”. Para Augusto Monterroso esa esfera flotante del mago Fitón es una antepasada del Aleph que Borges halló en el sótano de una casa de la calle Garay, en Buenos Aires, casi cuatrocientos años más tarde. La gran burbuja donde Ercilla atrapa el mundo anticipa aquella pequeña esfera borgiana en la que es posible ver el universo: “ese objeto conjetural cuyo nombre los hombres usurpan, pero que ningún hombre ha visto”. Para nosotros la esfera del mago Fitón también podría simbolizar otra cosa. En su bola de cristal el brujo le muestra al soldado el mundo y hace que lo recorra con la vista, continente por continente, ciudad por ciudad. No es difícil pensar que, con ese acto, el mago araucano le está diciendo al poeta español que el planeta es uno y una la humanidad que lo habita. Vistas así, tanto las fronteras geográficas y políticas, como las naciones en las que nos gusta dividirnos, son meras pequeñeces por las cuales no vale la pena pelearse.