Por Carlos Franz
Verano en el Mediterráneo: hasta el sol es húmedo. La humedad marina y la reverberación deslumbrante sobre unos mármoles rotos escenifican ese matrimonio entre el agua y la luz que engendró nuestra civilización.
“Aquí, cuando un gato escarba para hacer pis, aparece una ruina romana”. Eso me dice un cartagenero en la Cartagena de Murcia. Pero se queda corto, porque la ciudad actual se levanta sobre una pila de urbes anteriores y posteriores a Roma. Durante los últimos treinta años, sucesivas excavaciones desenterraron el estupendo teatro romano de la ciudad. Con él también aparecieron restos de las cartagenas que íberos, cartagineses, visigodos y bizantinos fundaron, destruyeron y refundaron en este puerto escondido en un golfo del Mediterráneo español.
Las ruinas siguieron acumulándose hasta ayer mismo. Durante la Guerra Civil española, la ciudad fue asediada como en tiempos antiguos y severamente bombardeada. La catedral, construida en lo alto de una colina que domina el puerto, fue destrozada.
Hoy, en las ruinas de ese templo se ofrecen conciertos nocturnos. En la nave destechada, entre los pilares góticos que ahora sólo sostienen la bóveda del cielo veraniego -no negro, sino de un azul oscuro, mullido- el público escucha música moderna. En el aire húmedo de la noche la música parece espesarse, más que expandirse. Los oyentes se entregan a ella con una actitud a la vez atenta y lánguida. Se parecen, probablemente, al público que hace dos mil años repletaba el vecino teatro romano, con cuyas piedras se construyó, en parte, esta catedral hoy destruida. Una continuidad natural nos liga con esos espectadores del pasado. Al poner la mano sobre el fuste de una columna siento en ella el calor que acumuló durante el día. Es una tibieza casi pulsante, de cosa viva. Las piedras que escucharon los aplausos de esos ciudadanos de la Hispania romana parecen guardar en su interior el eco de aquellas multitudes desaparecidas.
Quizás el propio nombre de Cartagena la predestinaba a nacer siempre de nuevo. “Cartagena” viene del latín “Cartago Nova”, que es la traducción romana del nombre que le dieron los cartagineses: Qart Hadasht; que era el mismo de la Cartago africana. Lo curioso es que este nombre púnico ya significaba, literalmente: ciudad nueva. En otras palabras, Cartago siempre fue nueva; o aun mejor, siempre “fue de nuevo”.
Pienso en estas cosas durante una pausa en las actividades del festival La Mar de Letras, que este año se dedicó a Chile. La Fundación Chile-España y la embajada trajeron hasta la Cartagena de Murcia a un puñado de escritores para hablar sobre nuestra literatura actual. Al igual que en ese concierto de la catedral derruida, también en estas charlas chilenas me pareció oír un eco de aquel pasado remoto. Al fin y al cabo, la literatura de las ex colonias españolas en América es un brote muy distante, pero no ajeno a la literatura hispano latina que se representaba en el teatro de esta ex colonia romana, hace dos milenios.
Incluso el pasado cartaginés de esta ciudad nos pertenece. Por lo menos nos pertenece a quienes, en nuestra remota niñez -tan arrasada como Cartago-, nos fascinamos leyendo la historia de las guerras entre romanos y cartagineses.
Fue desde esta misma Cartagena de donde partió a la conquista de Roma el magnífico ejército de Aníbal Barca, durante la segunda guerra púnica. En el año 218 a. C., Aníbal cruzó los Pirineos y los Alpes con sus manadas de elefantes de combate. Aún me parece ver las ilustraciones de mi libro de historia, donde un paquidermo lujosamente acorazado se precipitaba a un abismo alpino. Los romanos, en lugar de enfrentar al superior ejército de Aníbal, atacaron su retaguardia. El general Escipión -llamado el Africano- asedió y tomó Cartagena, privando a los cartagineses de su base de suministros y, sobre todo, del dinero proveniente de sus legendarias minas de plata. Incapaz de pagar a los mercenarios de su ejército, Aníbal fue derrotado aún antes de librar una batalla decisiva.
Quienes ignoran el pasado desconocen también la profundidad del presente. Sentado en la terraza de un bar cartagenero, junto al teatro romano, bebiendo un imprescindible gin-tonic, siento que también visito aquella Cartago Nova desaparecida. Y ya puesto a soñar, también imagino que pongo un pie en la Cartago original. Esa ciudad africana que finalmente los romanos tomaron y demolieron. Sobre sus ruinas esparcieron sal, para que en ella nunca volviera a crecer ni siquiera la hierba. Sin embargo, el nombre de esa “ciudad nueva” perduró, aquí y en otras cartagenas. Hasta las ciudades se van, pero los nombres quedan.