Por Carlos Franz
El ingenioso hidalgo don Quijote, que solía caer derrotado por la realidad, acabó transformándola. Es un hecho histórico que desde la publicación de la Primera Parte de sus aventuras, en 1605, incluso quienes sólo habían oído hablar del libro empezaron a encontrar quijotes y sanchos entre sus conocidos, a los que apodaron de ese modo.
Las sociedades no son personas, pero también podemos distinguir en ellas -si miramos bien- rasgos de quijotismo y sanchopancismo. En lo físico, Chile se parece a don Quijote. Es largo y flaco, “seco y avellanado” en el norte, delgado de muslos y con los pies fríos en el sur. Quizás por esa semejanza, esta “loca geografía” -apodo asaz quijotesco- propició abundantes teorías fantasiosas sobre nuestra identidad social. Una de ellas fue la idea del historiador Jaime Eyzaguirre, quien afirmó que Chile fue uno de los últimos lugares donde la caballería andante era posible. Mucho después de que en La Mancha y el resto de Europa la hazaña caballeresca se volviera una locura, en este confín guerrero y semifeudal habrían continuado cabalgando numerosos quijotes.
Seguramente hacía falta una cuota de idealismo lindante con la demencia para venir a quedarse en el fin del mundo, en un reino pobre y perpetuamente en guerra. Pero esta hipótesis halagadora desdeñaba a su contraparte: no hay Quijote sin su Sancho. Todavía más que en la literatura, en la vida real el espíritu idealista y poético de don Quijote no podría sobrevivir sin el temperamento realista y prosaico de Sancho. El talante pragmático y pedestre, el sentido común de los labriegos pobres, tuvo que ser tan consustancial a esta nación menesterosa, conflictiva y remota, como lo fuera ese supuesto quijotismo de nuestros antiguos caballeros. Sobre todo cuando esos pocos caballeros lucían una incultura francamente sanchopancesca.
De nuestra inicial carencia de letras hay testimonios abundantes. El propio Quijote no se leyó en Chile hasta muy tarde. Según J. T. Medina -que toma esto de Luis Thayer Ojeda-, recién a mediados del siglo XVIII encontramos constancia de la existencia de uno o dos ejemplares del libro de Cervantes en bibliotecas chilenas. Esto contrasta con la temprana recepción de centenares de copias del Quijote que llegaron a México, Cartagena de Indias y Perú, desde el año siguiente al de su publicación original.
Es decir que, a diferencia de España y del resto del Imperio, en el naciente Chile nuestros quijotes y nuestros sanchos se comportaron como tales sin saber que lo eran, durante un siglo y medio al menos.
Esa inocencia adánica terminó sólo a mediados del siglo XIX, cuando proliferaron los lectores, estudiosos y hasta escritores que convirtieron a Cervantes en personaje de sus obras. El hoy olvidado Antonio Espiñeira compuso un drama llamado Martirios de amor, que se estrenó con mucho éxito en el Teatro Variedades de Santiago, en 1877. En esta obra de capa y espada, Espiñeira imaginó las causas del misterioso escándalo que afectó a la familia de don Miguel en Valladolid. En junio de 1605 un tal Gaspar de Ezpeleta amaneció asesinado en la puerta de la casa de Cervantes. El autor y varias mujeres de su familia -apodadas peyorativamente “las Cervantas”- fueron a parar breve pero ignominiosamente a la cárcel.
Además de ese y otros jugosos dramas, Espiñeira también escribió un cuento fantástico llamado Alboroto en el cotarro, publicado en 1878. En este jocoso relato, Cervantes, recién fallecido, sube al Parnaso acompañado por muchos de sus personajes, encabezados por don Quijote. Llegados a una falda de esa montaña donde moran las musas, un espectáculo muy poco celestial los recibe. Cervantes encuentra a Garcilaso de la Vega enzarzado en una pelea feroz con su colega “medio beodo” Baltazar del Alcázar. Garcilaso trata de estrangular a su contrincante, mientras Fray Luis de León intenta mediar aconsejándoles: “que la paz y la concordia reinen entre los ingenios”. La intención irónica de Espiñeira es evidente y nos interpela hasta ahora: ¿ni siquiera en el más allá acabarán las guerrillas literarias?
Durante doscientos años nos distinguimos por ignorar al manco de Lepanto, y así nos comportábamos como quijotes o sanchos sin saberlo. Luego, quizás hasta mediados del siglo pasado, remediamos aquel atraso con ingenio y educación. Pero eso quedó atrás. Desde hace décadas hemos vuelto a nuestra inocencia colonial. Ya varias generaciones de alumnos han salido del colegio vírgenes de Cervantes. Virginidad que ahora muchos de nuestros legisladores y gobernantes comparten.
Esa ignorancia podría explicar una parte de nuestros actuales problemas políticos. Por ejemplo, un lector de Cervantes sabría que el idealismo de las reformas será una pura quijotada si éstas no se combinan con el realismo de Sancho Panza.