Por Carlos Franz
Autopistas en un fin de semana largo. Tráfico pesado, denso. Miles de familias regresan a la capital. Tú adelantas reglamentariamente al auto más lento que te precede. Una vez que sobrepasas a ese coche señalizas para volver a la pista derecha. Pero entonces una camioneta blanca medio destartalada, con el escape más roto que libre, aparece de alguna parte y te pasa a toda velocidad por el lado incorrecto. Apenas tienes tiempo para enderezar tu vehículo y evitar el choque. Mascullas un insulto mezclado con un suspiro de alivio: te salvaste por poco.
Tu alivio fue prematuro. Cuando intentas de nuevo volver a tu pista aparece otro energúmeno del volante. Ahora es un todoterreno negro, carísimo, con dos bicicletas colgando en la parte trasera, que zigzaguea entre los coches más lentos. La camioneta pobretona y el todoterreno de lujo van empeñados en una mortal carrera de obstáculos; y estos obstáculos son los vehículos que tratan de cumplir con las reglas del tránsito y llegar vivos a sus casas, como tú.
Sobrepasado -o más bien propasado- por esos maniáticos sólo atinas a protestar tocando la bocina. Ningún conductor te imita. El resto de los “obstáculos” en esta larguísima fila del retorno parece resignado a que se propasen con ellos; o quizás varios esperan su oportunidad para vengarse haciendo lo mismo. Por ejemplo, el coche diminuto -una especie de laucha con ruedas- que ahora se propasa haciendo eses y ocupando como pista, incluso, la berma de la carretera.
Por si fuera poco, adentro del auto debes soportar los reproches de tu familia que censura tu “imprudencia” al adelantar. No importa que lo hicieras señalizando y por el lado correcto. El imprudente has sido tú por ejercer un derecho en esta selva de asfalto. Hay que manejar a la defensiva, te dicen. Y la mejor defensa en las carreteras de este “lejano oeste” es no ejercer ningún derecho, no lo olvides. Ni siquiera deberías tocar la bocina porque la próxima vez esos grandes autos, destartalados o finísimos, podrían acorralarte y arrollarte, y hasta la laucha con ruedas podría morderte; lo mejor es “pasar piola”.
Tú intentas desahogarte acudiendo a la imaginación. Por ejemplo, te imaginas que la camioneta aporreada, así como el todoterreno lujoso que la perseguía, salieron directamente de las películas de Mad Max. Esos filmes posapocalípticos en los que Mel Gibson conduce un supercacharro bramador por carreteras sin ley, tras una guerra nuclear, mientras combate contra otros automovilistas incluso más salvajes que él. Tú no se lo confiesas a nadie, pero esos filmes de autopistas violentas te encantaron desde chico.
De hecho, ahora quisieras ir a bordo del auto tuneado de Mad Max y disponer de ese botón rojo en la palanca de cambios que al presionarlo ponía en acción los 600 caballos de fuerza del requetecontraturboacelerador. Impelido por esa máquina saldrías rugiendo tras el energúmeno del todoterreno y lo acorralarías, haciéndolo volcar en el arcén del camino. Después te bajarías del auto y pondrías tu bota sobre el vehículo destrozado como un cazador sobre su presa.
Lo malo es que no llevas botas, ni dispones de aquel famoso botón rojo, ni menos del requetecontraturboacelerador. Y, si somos sinceros, ¡a ti ni siquiera te dejan tocar la perilla de la radio para subir el volumen!
Sin embargo, esa fantasía compensatoria podría explicar algunas cosas. Las batallas en las carreteras de Mad Max eran disputas por la energía para alimentar los motores sedientos en un mundo devastado (esta distopía fílmica fue inspirada, en parte, por la gran crisis del petróleo de 1973). En aquella película, el colapso de nuestra civilización se manifestaba en los caminos dominados por bandas de automovilistas y motociclistas salvajes.
Los pilotos salvajes de nuestras carreteras son peores que esos de Mad Max. Los de acá no tienen el pretexto de un Apocalipsis ocurrido o inminente. Estos incivilizados ni siquiera han esperado a que nuestra civilización colapse antes de querer adueñarse de nuestras autopistas.
¿Qué es lo que motiva a esos conductores delirantes? ¿Qué los empuja a presionar el acelerador en carreteras atestadas arriesgando lo que más aprecian: su vida y la de sus familias (además de amenazar lo que desprecian: la vida de los otros)?
Una respuesta sencilla: son imbéciles. Otra respuesta más compleja: son débiles. Hombres carentes de la energía más elemental, la del autocontrol, y que debido a eso se dejan dominar por una fuerza externa, la de una máquina.
La palabra energúmeno significa, en su origen griego, algo así como “poseído por la energía”.