El método
Para un pueblo y una élite como los de Chile, ambos acostumbrados a intuir, pensar y actuar en función de reglas y normas conocidas por todos, las consecuencias sociales de la discusión constitucional en ciernes deben oscilar entre la incomprensión, la indiferencia y, para los más ilustrados, el vértigo. Tres tipos de experiencias políticas que […]
Para un pueblo y una élite como los de Chile, ambos acostumbrados a intuir, pensar y actuar en función de reglas y normas conocidas por todos, las consecuencias sociales de la discusión constitucional en ciernes deben oscilar entre la incomprensión, la indiferencia y, para los más ilustrados, el vértigo. Tres tipos de experiencias políticas que describen bien las ambigüedades de la desafección, la apatía o el malestar de la democracia chilena.
Es un hecho que la Constitución de 1980, a pesar de todas sus reformas, es una norma fundamental que fácticamente es acatada, pero que no despierta admiración, lealtad ni menos patriotismo. Una norma mediocre. La misma Carta que fue firmada por el Presidente Lagos y —peor aún— asumida como propia goza de escasa legitimidad, entendiendo como tal que las creencias de los gobernados poco y nada tienen que ver con el elogio a las reglas, y que las élites políticas no actúan en función de preceptos por los que sientan orgullo.
Mucha facticidad, poca lealtad, nada de admiración, y un potencial de protesta en contra de la norma común y de sus consecuencias que es negado por los conservadores, alegando que, mientras el debate constitucional siga siendo abstracto del mismo modo que sus consecuencias en las vidas de los chilenos comunes y corrientes, nada de esta controversia vale la pena.
Es en este contexto que la Nueva Mayoría se ha embarcado y comprometido con un destino común (el cambio de Constitución), sin conocer la ruta. Una fracción de sus élites lamenta que el debate constitucional nunca haya tenido lugar durante la campaña electoral, olvidando que bien podría haber fracturado transversalmente a las élites. De allí que el modo de abordaje del problema constitucional haya sido, desde un punto de vista electoral, el correcto.
Sin embargo, la discusión del itinerario y del mecanismo del cambio constitucional, eso que se ha llamado el “método”, ha originado toda clase de fantasías, especialmente en los sectores más conservadores de la Democracia Cristiana , una evidente minoría en el nuevo oficialismo. Estas fantasías tienen que ver con los temores y miedos a la asamblea constituyente; es decir, con la posibilidad de radicar directamente el poder constituyente en el pueblo, del que se sospecha (digámoslo con claridad) rudeza cultural y barbarie de clase. Más allá de los miedos, esta discusión es inútil, porque oculta las razones últimas del cinismo, que son al mismo tiempo sociales y políticas.
Cuando la discusión de un problema público es reducida a sus propios términos (es decir, un asunto de especialistas), las respuestas terminan también siendo constitucionales, lo que se refrenda en que los que toman posición son los constitucionalistas, o los políticos repitiendo de memoria a los constitucionalistas de la plaza; dicho de otro modo, el problema constitucional es formateado en términos técnicos, de acuerdo con una lógica que excluye a la gran mayoría de los chilenos, aumentando su distancia con la política y sus debates más esenciales.
Entonces, ¿qué hacer? Si lo esencial del problema constitucional reside en el bloqueo que es producido por una minoría política y tres cerrojos (quórums calificados, sistema binominal y el rol preventivo del Tribunal Constitucional), entonces hay que jerarquizar y priorizar; esto es, actuar estratégicamente, lo que sólo se puede lograr mediante el razonamiento político. Por consiguiente, lo que cabe hacer es, en primer lugar, reformar los quórums calificados con las mayorías en escaños de los que se dispone, invitando a la derecha a concordar entre las élites de unos y otros una común oposición a salvaguardas que no son aceptables, porque no protegen lo esencial; y en segundo lugar, eliminar el sistema binominal (partiendo por el guarismo 120). Sólo entonces tiene sentido discutir el rol del Tribunal Constitucional y tantas otras cosas.
Naturalmente, pensar políticamente una nueva Constitución supone también definir las formas del régimen político: ¿presidencialismo, parlamentarismo, semi-presidencialismo? Antes de responder, hay que preguntarse: ¿qué ocurre si la votación de los dos primeros cerrojos se pierde? Nada especial en el funcionamiento rutinario de la política, dado que la Constitución de 1980 seguirá operando con toda su facticidad. Lo diferente reside en que la batalla por el cambio constitucional se habrá librado hasta el final, y es de suponer que la capacidad pedagógica de quienes fueron derrotados por los cerrojos de una Constitución injusta producirá un estigma duradero en quienes son minoría.