Porfiada desigualdad
En su columna del pasado domingo, Carlos Peña puso en duda el efecto real de las promesas del programa educacional de Michelle Bachelet en materia de gratuidad, fin del lucro y término de la administración municipal de la educación pública sobre la desigualdad educativa. Sorprendentemente, habló de una “revolución blanda”, cuando el programa es el […]
En su columna del pasado domingo, Carlos Peña puso en duda el efecto real de las promesas del programa educacional de Michelle Bachelet en materia de gratuidad, fin del lucro y término de la administración municipal de la educación pública sobre la desigualdad educativa. Sorprendentemente, habló de una “revolución blanda”, cuando el programa es el más radical de las últimas décadas.
Sus argumentos me incitaron a revisar la “Historia de la Educación enChile” (Sol Serrano y otros, 2012), buscando una mirada más larga delfenómeno que estamos viviendo. En ella se puede descubrir, por ejemplo, que los estudiosos de la historia de la educación y los sistemas educacionales coinciden en la dificultad que entraña separarla de otras variables de la sociedad. No existen historias progresivas o lineales, y lo interesante es que, pese a que hay homogeneidad entre los sistemas educacionales (las escuelas son similares en todo el mundo), la diversidad en sus efectos es una constante.
Los historiadores de la educación se han encontrado con la imposibilidad de construir “modelos” y, más bien, sugieren la importancia de estudiar la educación junto a las variables de la sociedad y sus características históricas específicas. De allí la pertinencia de preguntarse si la desigualdad y la segregación que hoy nos interpelan con tanta fuerza son consecuencia del “sistema educacional chileno” (el mercado, el lucro, etc.), o si el problema de nuestra educación es no haber sido capaz de revertir la desigualdad de nuestra sociedad.
En el caso de Chile, la expansión de la educación en el siglo XIX fue de la mano con la formación de la república. El Estado docente encarnó la unidad republicana frente al riesgo de fragmentación de la democracia liberal. No obstante, el sistema público de educación tuvo, desde su origen, un desarrollo socialmente segmentado. El Estado pagaba a preceptores en las escuelas que creaban las comunidades, las cuales a su vez le pedían apoyo y colaboraban con la infraestructura. Así nació la escuela fiscal, que creció sin orden ni jerarquía en villas y ciudades, cuando el 70% de los chilenos vivía en los campos. Ellos fueron los primeros excluidos, además de los desertores que se contaban por miles en las familias populares, que requerían a sus hijos para el sustento familiar.
Por su parte, la historia de la educación del siglo XX estuvo marcada por el proceso de ampliación de la democracia y los conflictos sociales, con la formación de los movimientos obreros. El acceso a la educación se expandió, pero siguió conviviendo con la segregación, expresada en altas tasas de deserción, una estructura social jerárquica reproducida en la educación (pese a ser gratuita), exclusión de los más pobres y escasa movilidad social.
Las últimas décadas han abierto un escenario nuevo. La pobreza disminuyó y mejoraron las condiciones de vida y oportunidades de vastos sectores. La paradoja es que, junto con la ampliación de la escolaridad de los chilenos, la desigualdad educativa parece agrandarse como consecuencia de que hoy, al contrario de ayer, por fin la inmensa mayoría está dentro del sistema y no fuera de él.
¿Quiere decir esto que la desigualdad es irreductible? ¿Que debemos bajar los brazos? Al contrario, nunca antes hubo un mejor escenario para abordarla. Pero pongamos el esfuerzo en transformaciones efectivas. Tiene razón Peña cuando señala que la reforma a la educación parvularia es la medida en la que cabe abrigar mayores expectativas. Esa y otras, como el fortalecimiento de la profesión docente, pueden ser más eficaces que el demandado “cambio del modelo”.