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Desconfianza y autenticidad

Si uno tuviese que definir con una palabra el estado de las relaciones entre la política y la sociedad, y más concretamente entre el nuevo gobierno y el movimiento estudiantil, sólo una cumpliría su predicamento: Desconfianza. La Presidenta electa, al triunfar tan categóricamente el 15 de diciembre, reactivó la magia legitimadora del sufragio universal, esa […]

Publicado el 03/02/2014

Si uno tuviese que definir con una palabra el estado de las relaciones entre la política y la sociedad, y más concretamente entre el nuevo gobierno y el movimiento estudiantil, sólo una cumpliría su predicamento: Desconfianza.

La Presidenta electa, al triunfar tan categóricamente el 15 de diciembre, reactivó la magia legitimadora del sufragio universal, esa fuente originaria del poder político que actúa con independencia de las magnitudes y clases de electores que sufragaron. Pero, al mismo tiempo, es importante no perder de vista la naturaleza cada vez más condicional del mandato que emana del pueblo, que tiende a ser rápidamente cuestionado por las encuestas de popularidad; los escándalos cuyo origen o solución son imputables a los gobernantes; los movimientos sociales cuyas agendas únicas no siempre son satisfechas en forma y a tiempo; la conducta de opositores y díscolos, o el comentario crítico de los intelectuales públicos.

Así las cosas, depositar fe en el capital personal de la Presidenta electa —que algunos llamarán “carisma” sin saber de qué están hablando, presumiendo que su valor y eficacia son infinitos y que todo le está permitido— es un grueso error. Las democracias de hoy se encuentran muy lejos de aquel formato de mandato que Bourdieu llamaba, hace sólo tres décadas, la fides implicita, es decir, un tipo de delegación de poder en forma de carta blanca, en donde el mandatario podía aun beneficiarse de una legitimidad originada en el pueblo por un mandato de tiempo fijo, sin que importara mucho la erosión provocada por la desconfianza.

Pues bien, es en términos de desconfianza que es posible interpretar algunos nombramientos de subsecretarios y el desequilibrio de género observable en ministerios, subsecretarías e intendencias. Se ha opinado hasta el cansancio sobre el nombramiento de la subsecretaria Peirano en Educación, cuya ideología es ajena a la del programa de la Nueva Mayoría, una coalición en la que se impuso otra hegemonía sobre el modelo educacional. Lo mismo se puede decir del subsecretario Burrows, en Salud, quien ha rechazado el aborto terapéutico en circunstancias que el programa de la Presidenta electa sí lo contempla (p. 169). Si Burrows fuese subsecretario de Bienes Nacionales, no sería un problema; la pregunta es por qué su cartera es Salud.

Los casos Peirano y Burrows constituyen un problema en la medida en que la transformación de compromisos de campaña en políticas públicas supone formas que prefiguren credibilidad, lo que supone ajustar la oferta electoral al perfil de los subsecretarios y la naturaleza de los cargos. ¿Existe esa congruencia entre individuo, cargo y promesa? Me parece que no, y es lo que produce desconfianza, con todo su poder erosivo de la legitimidad de la autoridad.

Cuando la desconfianza se instala, es la autenticidad de la promesa lo que se encuentra en entredicho. Esto se ve particularmente bien en la extraña ausencia de paridad de género en los nombramientos de ministros, subsecretarios e intendentes, como si la inteligencia y el talento para gobernar no se distribuyesen por igual entre hombres y mujeres. ¿Qué puede explicar esta falta de autenticidad y la desconfianza en la promesa electoral de paridad en cargos que sólo dependen del Presidente de la República?

Antes que nada, la ceguera partidaria, cargada de ignorancia sobre el valor de mujeres y hombres a la hora de gobernar el mundo, en donde prevalece el prejuicio masculino referido a la incapacidad femenina para ejercer el poder político, reproduciendo la supremacía del sexo supuestamente fuerte (y en cualquier caso brutal) en el gobierno. Pero también participa de la explicación una abdicación temprana de una política civilizatoria, en este caso por voluntad presidencial, como si no fuese justo que hombres y mujeres valgan y pesen lo mismo en todas las esferas de la vida, partiendo por la política.

Jorge Edwards

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