El enemigo interno y el infiel
Los nombramientos de ministros, subsecretarios e intendentes de la Presidenta electa abrieron la temporada 2014. Ha habido cuestionamientos atendibles, es lamentable y deben enfrentarse. Pero siempre pasa, hasta el Hijo de Dios seleccionó un Judas entre sus apóstoles. No es tan difícil enmendarlo. Sin embargo, ronda otro asunto: La caza del “enemigo interno” y el infiel. Custodios […]
Los nombramientos de ministros, subsecretarios e intendentes de la Presidenta electa abrieron la temporada 2014. Ha habido cuestionamientos atendibles, es lamentable y deben enfrentarse. Pero siempre pasa, hasta el Hijo de Dios seleccionó un Judas entre sus apóstoles. No es tan difícil enmendarlo.
Sin embargo, ronda otro asunto: La caza del “enemigo interno” y el infiel.
Custodios de la recta fe salieron a detectar y cazar herejes, blasfemos del programa o “la causa”, gente “sin convicciones” y otros sospechosos, a veces sólo porque el custodio de turno desconoce lo que piensan. Por cierto, todo en nombre del compromiso con el programa o con “la ciudadanía”.
Quienes, desde fuera y dentro de la Nueva Mayoría, pretenden erigirse en portadores de la única correcta línea sólo restan. La diversidad del bloque social y político que conforma la fuerza con que arriba a gobernar Michelle Bachelet hace inviable el intento de meterlo en un molde rígido o de comenzar a repartir medallitas y excomuniones.
Seguro no faltarán inquisidores que vean en estas líneas un intento de relativizar el programa. No entienden nada. Es verdad que la vida me ha hecho muy escéptico del valor de los textos de programas, porque ninguno es capaz de contener el quehacer concreto de un gobierno, porque fuera de los aspirantes a funcionario pocos asocian su voto con la lectura, porque las presiones del día a día hacen que una parte considerable de la acción de gobernar sea en cuestiones no previstas o fuera de su control.
En cambio, sí creo en los programas de las gentes, así, en plural. Tengo claro que la mayoría se alineó tras Michelle por cuestiones precisas en el anhelo, aunque no en la solución: confían en la que ella dará. Quieren educación gratuita y de calidad, quieren una nueva Constitución, quieren una reforma tributaria para que el Estado tenga más recursos para políticas sociales que superen el desamparo de nuestra nueva clase media. Y creo que a ello se suma una abigarrada cantidad de expectativas ausentes de cualquier programa, pero que componentes de la base social de la Nueva Mayoría asocian al arribo de Michelle Bachelet a La Moneda. ¿Alguien renuncia a un anhelo porque no está en un texto?
Por si faltara algo, la ambigüedad tiene otra razón. Esas mayorías absolutamente indispensables para el cambio siempre contienen indefiniciones, por su mucha diversidad. Hasta los grupúsculos con el prurito de la coherencia vertical viven esa imposible unanimidad que los lleva siempre a dividirse. También ex dirigentes estudiantiles tienen la ambigüedad de todo opositor que no se siente responsable de construir respuestas.
Por eso las certezas que importan para el cambio son otras: Michelle Bachelet y esa mayoría diversa a cuidar y conducir, y eso no lo resuelve el juramento a un texto. También la política, como Galileo, puede alegar “y sin embargo, se mueve”. No hay texto que reemplace el cierre de filas en torno a la Presidenta en las buenas y las malas, ni la convicción compartida de que el éxito del gobierno es el de cada uno de sus componentes.
La persecución en nombre de la correcta fe no fue monopolio de la Iglesia Católica medieval. Surge toda vez que alguien se siente investido por un mandato divino o ideológico, sea para defender su fe amenazada, para deshacerse de rivales, o para imponer su verdad a los reacios a aceptarla. La practicaron Stalin con sus purgas, Hitler con sus juicios a judíos y comunistas, la Revolución Cultural de Mao, Pinochet y su represión, Kim Jong Un en Corea ejecutando parientes, etc.
Pueden replicarme que exagero, pero la lógica que inspiró esos crímenes es la misma de todo guardián de alguna fe en busca de imperiosa entronización. Afortunadamente, aquí la democracia y un pueblo celoso de sus derechos ponen límites a esas cacerías, siempre hechas en nombre del “pueblo”, de la “patria” y, más recientemente, de la “ciudadanía”.