Gratuidad: ¿Meta o dogma?
Confieso que no habría sido capaz de resistir la andanada que recibió Claudia Peirano con su nombramiento como subsecretaria de Educación, al que acaba de renunciar hoy. Sólo demuestra su coraje para no aceptar acusaciones injustas de algunos, y malintencionadas de otros, y el respaldo inequívoco que recibió de la Presidenta. Los cuestionamientos usados en su contra […]
Confieso que no habría sido capaz de resistir la andanada que recibió Claudia Peirano con su nombramiento como subsecretaria de Educación, al que acaba de renunciar hoy. Sólo demuestra su coraje para no aceptar acusaciones injustas de algunos, y malintencionadas de otros, y el respaldo inequívoco que recibió de la Presidenta.
Los cuestionamientos usados en su contra revelan un nuevo dogmatismo que se está instalando en la discusión política. El caso Peirano contiene los típicos argumentos del fundamentalismo: el uso de la descalificación personal, sobre la base del prejuicio, para rechazar ideas supuestamente distintas a las de la “mayoría”. Añádase a ello el machismo encubierto tras los cuestionamientos a los intereses de su ex marido.
Cualquiera que haya leído con buena voluntad la declaración de 2011 de una treintena de personas vinculadas a la educación —usada contra Peirano para sostener su incompatibilidad con el cargo— puede darse cuenta de que allí no hay un rechazo a priori a la gratuidad. Más bien, se trata de una advertencia sobre los riesgos de llevar adelante una reforma que privilegie la gratuidad en la educación superior, en circunstancias que la reducción de las brechas que todos aspiramos a lograr requiere de grandes esfuerzos, especialmente en la educación inicial, escolar y técnica profesional.
Ese pronunciamiento de hace tres años la hizo merecedora de un veto de los actuales guardianes de la fe, aunque hubiera participado posteriormente en el equipo que elaboró el programa educacional en la campaña presidencial. De ahora en adelante —estamos notificados— no habrá matices y el Programa (con mayúscula) será no sólo la guía, sino la verdad revelada. Estás con el Programa o contra el Programa. Si tienes matices de diferencia, en el mejor de los casos serás calificado de “neoliberal”, cuando no seas acusado de tener intereses espurios por lucrar con recursos públicos, sea verdad o no. En tal caso, haz el favor de guardar silencio; no tienes derecho a opinar, porque estás entre los delincuentes de esta nueva sociedad que se construirá sobre la base de que la educación será un bien público y no un negocio.
Pablo Alfaro, un joven chileno que está siguiendo un posgrado en Estados Unidos, escribió en Twitter: “Gratuidad: ¿meta o dogma?”. Me parece que refleja bien la disyuntiva. Ni la gratuidad ni otras propuestas programáticas, como podría ser la nueva Constitución, son principios. Tampoco tienen un fin en sí mismos. Los programas son una orientación, una guía que se propone metas para alcanzar el bien esperado. Lo que se espera es avanzar hacia una sociedad inclusiva, un mayor bienestar. Ese es el fin. En el caso de la gratuidad hay, sin duda, distintos caminos para avanzar hacia ella y distintos tiempos posibles para lograrla. Habrá discusiones y legítimas diferencias hasta encontrar la mejor manera posible de implementarla.
Supongo que me dirán que esta posición es una excusa para no cumplir el Programa. Al contrario, la experiencia demuestra que los programas se cumplen mejor cuando se buscan con prudencia y flexibilidad los caminos para llevarlos a cabo. No bastan las “convicciones” para implementar grandes reformas. Se requiere capacidad técnica, conocimientos y también competencias políticas para aunar visiones. Competencias para aunar, no para dividir.
Al final esa será la tarea de los ministros y subsecretarios. También de los partidos y parlamentarios que acompañan a la futura Presidenta. Desgraciadamente, en este primer episodio, muchos se desmarcaron ya de la Presidenta. Para ellos, el dogma es más importante que la meta.