Hermanos separados
No se trata de ser especialista, y menos especialista en todo. Se trata de saber estudiar un tema, de tener una curiosidad abierta, despierta. La educación debería consistir en eso. He conocido a profesores que dictan cátedra, con notables resultados de somnolencia colectiva, y a otros que tratan de hacer pensar y participar a los […]
No se trata de ser especialista, y menos especialista en todo. Se trata de saber estudiar un tema, de tener una curiosidad abierta, despierta. La educación debería consistir en eso. He conocido a profesores que dictan cátedra, con notables resultados de somnolencia colectiva, y a otros que tratan de hacer pensar y participar a los alumnos. A uno de la primera especie, de los viejos tiempos del San Ignacio, le habíamos puesto el nombre de una píldora para inducir el sueño, “Luminaleta”. A la segunda categoría pertenecía el profesor Harrison, historiador del Renacimiento y la Reforma, que hacía sus clases en la Universidad de Princeton, en los Estados Unidos de la década de los cincuenta. Harrison me pidió en una ocasión que explicara al curso, en la semana siguiente, la célebre “Historia de los Papas”, de Ranke, famoso conocedor y defensor de las teorías de Martín Lutero. Bajé después de la clase a las estanterías subterráneas de la biblioteca, de acuerdo con mi costumbre, y me encontré con que la conocida historia reformista del Papado constaba de 14 o más volúmenes de mil páginas cada uno. Leí con angustia, como un condenado, y creo que llegué al cabo de seis días a la mitad del segundo tomo. Intenté una explicación minuciosa, detallada, y el profesor Harrisonme interrumpió con un manotazo en la mesa. “Un verdadero historiador”, bramó, “es capaz de agarrar un volumen de dos mil páginas y sacarle los intestinos en dos horas de trabajo”.
Como es de imaginar, la interrupción me dolió. Pero saqué conclusiones rápidas y dije que el sentido último de la obra de Ranke consistía en hacer la crítica del Papado, en denunciar su lujo excesivo, su corrupción, su sentido exclusivamente político, no religioso, del poder, su abuso de la simonía, para dar argumentos a favor de la reforma luterana. El profesorHarrison, colérico, de pelo blanco, de ojos ardientes, me miró con fijeza y, después de un breve silencio, resumió: “Eso es”. No dijo una palabra más, y tuve la sensación de que había pasado, pese a todo, mi examen.
Leo ahora sobre los sucesos de Ucrania y me impresiona, entre decenas y hasta centenas de páginas, el comentario en la prensa de una notable historiadora del mundo eslavo, la señora Hélène Carrère d’Encausse, secretaria perpetua, para más señas, de la Academia Francesa. La señora d’Encausse nos explica que Kiev fue la cuna, en el año 988, de la Rusia cristiana, mientras las invasiones mongolas empujaban el centro de gravedad de esas regiones hacia el norte todavía pagano. Nos dice que en 1988, mil años más tarde, la Unión Soviética atea, que ya se encontraba en proceso de descomposición, celebró con fasto este milenario del bautismo de la Gran Rusia. Son paradojas de la historia actual, de las revoluciones que tienden a volverse contrarrevolucionarias, procesos que los ideólogos teóricos no entienden ni entenderán nunca.
Mi primera conclusión, en mi calidad de eslavista desde hace un par de semanas, es que Ucrania es un país dividido: desgarrado entre su sector pro europeo, moderno, entre su aspiración conmovedora a la libertad, y su lado rusófilo, que mira hacia el Este. Entender el problema a fondo sería una tarea larga, apasionante. Antes de comenzar, si somos personas sensatas, sólo sabremos que no sabemos una palabra de nada. Los ucranianos atrincherados en la plaza de la Independencia deKiev han sido héroes contemporáneos. Iulia Timoshenko ha salido de su hospital prisión en silla de ruedas, sin la frescura juvenil de antes, con un rostro algo hinchado, tumefacto. Ha tomado un micrófono sin el menor complejo y ha conmovido hasta las lágrimas a los que la escuchaban. Su biografía personal, sin embargo, está muy lejos de ser transparente. En su juventud estudió economía, formó sociedades privadas y se dedicó a comprar el gas ruso a bajo precio y a revenderlo en el mercado ucraniano, haciendo ganancias rápidas y millonarias. Era famosa por su belleza, por su trenza dorada, por su impecable maquillaje, por su vestimenta de lujo. Un periodista calculó un día que llevaba en el cuerpo, entre carteras de Vuitton, vestidos franceses, zapatos ingleses y sedas italianas, alrededor de veinte mil euros, catorce millones de pesos chilenos en una sola tenida. Pero sabía cantar canciones populares de Ucrania y despertar orgullos ultranacionales.
Mientras más detalles conocemos, más difícil resulta encontrar la coherencia, el sentido y el significado de los sucesos. Mi visión más fresca de las cosas de Ucrania viene de la literatura, y de tiempos en que alrededor de la mitad del país estaba sometida a la dominación de Polonia, en la primera mitad del siglo XIX. Honorato de Balzac, después de haber publicado sus primeras novelas, recibió una carta de una admiradora misteriosa, que no daba su nombre ni su dirección. Publicó una noticia en un diario de la época, para tratar de ubicar a la corresponsal desconocida, y no pasó nada. Podríamos hacer una antología de estas cartas de admiración literaria, que comenzaron con el anonimato de sus autoras, o con una presencia discreta, esfumada, y terminaron, o culminaron, en los brazos del personaje admirado. Balzac, a sus cincuenta años de edad, terminó por casarse con su corresponsal polaca ucraniana, madame Hanska, que era cinco años menor que él y que acababa de enviudar y heredar al neurótico y millonario conde Hanski. Viajó por las orillas de trigales interminables hasta el castillo de su amada, sólo conocida por correspondencia, se la llevó a París, se instaló con ella en una lujosa mansión que se levantaba en lo que es ahora la calle de Balzac, no lejos del Arco de Triunfo, y murió de una supuesta congestión cerebral a los pocos meses. Se sabe que madame Hanska, viuda por partida doble, rica, bien plantada, pintada por los mejores artistas de la época, tuvo diversos amantes y murió cuando el siglo XIX se acercaba a sus finales. Me parece que su vida fue más descansada, más sabia, de calidad mejor, que la de Iulia Timoshenko, su coterránea de estos días. Lo cual no significa que todo tiempo pasado haya sido mejor.