La transparencia
Desde que se anunciaran los nombres de quienes serán ministros, subsecretarios e intendentes a partir de marzo próximo, ha arreciado la polémica sobre la idoneidad y un cierto ideal de pureza personal. A esa controversia se alude con el rótulo de “transparencia”, cuya reivindicación y el abuso político a la que se presta la transforman […]
Desde que se anunciaran los nombres de quienes serán ministros, subsecretarios e intendentes a partir de marzo próximo, ha arreciado la polémica sobre la idoneidad y un cierto ideal de pureza personal. A esa controversia se alude con el rótulo de “transparencia”, cuya reivindicación y el abuso político a la que se presta la transforman en una idiotez que va más allá de los devaneos veraniegos.
¿Qué está siendo nombrado y criticado bajo este rótulo cristalino? Varias cosas, todas derivadas de situaciones individuales incomparables, pero unificadas por lo que se asemeja a un ideal conservador —momio, a decir verdad— acerca de la virtud.
En el caso de Claudia Peirano, es la incongruencia entre la ideología individual sobre la organización y fines de la educación, y el programa colectivo que fue votado por el pueblo lo que se encuentra en entredicho. En los casos de los aspirantes a subsecretarios Lara y Moreno, son conductas económicas (para el primero) y morales (para el segundo) las que gatillaron el escándalo en la Nueva Mayoría. En cuanto a las ministras Barattini y Villegas, así como tres intendentes, lo que se les imputa es una condición de morosidad ante deudas contraídas cuando eran estudiantes.
¿Cómo no verlo? Se trata de situaciones que no debiesen ser amalgamadas, y que, sin embargo, la conducta de políticos, analistas y medios de prensa contribuye a construirlas como si se tratase de un solo y homogéneo problema.
En estos casos tan diferentes entre sí es posible advertir una controversia derivada de la hegemonía que se impuso en la Nueva Mayoría y que coloca en posición de minoría dominada a personas como José Joaquín Brunner y Mariana Aylwin. Esto es una disputa ideológica que no debe ser confundida ni relativizada por una controversia más moral sobre conductas empresariales o personales en contra de mujeres, ambas por definición reprochables. En cuanto a la morosidad de ministros e intendentes, resulta injusto amalgamar casos en donde la deuda contraída en tiempos pretéritos no supera los 200 mil pesos con situaciones que ascienden a los 5 millones. Convengamos que se trata de deudas originadas por la necesidad de financiar lo que hoy constituye un derecho que se quiere sea universal (el de educarse), pero que hasta hace un puñado de años era concebido como un bien de consumo adquirido en un mercado educacional. En tal sentido, la crítica a la situación de morosidad no es por beneficiarse indebidamente de un derecho social, sino por haber adquirido sin pago en el mercado un bien que hizo posible su movilidad social, y que explica en gran medida que las personas así aludidas sean hoy ministros. Qué duda cabe: la deuda deberá ser saldada, pero por razones distintas a las de la justicia distributiva, al tratarse de una deuda que se inscribe en el funcionamiento de un mercado referido a un bien que —como lo pudo explicar con bella claridad Sandel— se desnaturaliza al formar parte de lógicas económicas de compra y venta.
Detrás de todos estos escándalos, varios de los cuales parecen malintencionados, subyace un uso cínico de las posibilidades democratizadoras que ofrece el valor de la transparencia en las sociedades de hoy. No tengo dudas de que todas las conductas que hoy son reprochadas ya existían antes en Chile y no eran reprochables. ¿Qué fue lo que cambió? Muy simple: el umbral de tolerancia de los chilenos acerca de lo que es moralmente correcto o no, y junto a él la profundidad investigativa e inquisitiva del periodismo criollo.
Sin embargo, en lo que pocos reparan es en el riesgo de derivar hacia una nueva forma de conservadurismo moral, disfrazado en virtud, de quienes nos gobiernan. De no saber discernir entre lo que es razonable exigir y criticar, y lo que no lo es, la imperfección terminará siendo un vicio permanente y la pequeña traición de todos los días (esa que todos cometemos), un engaño imperdonable. Ese mundo es invivible y es profundamente inmoral, porque no toma en cuenta la condición humana.