La calle y las decisiones públicas
Sólo un conservador muy exaltado negaría, hoy por hoy, que el sistema político chileno requiere reformas. Razones no faltan: transformaciones socioculturales, desgaste de los partidos políticos tradicionales, falta de competitividad electoral y limitaciones injustificadas al principio de mayorías. Más allá del peso relativo que cada quien asigne a estos factores, lo grave es que, conjuntamente, […]
Sólo un conservador muy exaltado negaría, hoy por hoy, que el sistema político chileno requiere reformas. Razones no faltan: transformaciones socioculturales, desgaste de los partidos políticos tradicionales, falta de competitividad electoral y limitaciones injustificadas al principio de mayorías. Más allá del peso relativo que cada quien asigne a estos factores, lo grave es que, conjuntamente, todos ellos decantan en un cuestionamiento a la legitimidad de la autoridad instituida, justo ahora que urge integrar y gobernar las complejidades emergentes de la nación. En semejante coyuntura, múltiples actores tienden a arrogarse la tarea de conducir la sociedad. Caudillos, grupos corporativos ágiles o masas en estado de perpetuo movimiento.
En las democracias más maduras y modernas los ciudadanos se expresan a través de los mecanismos que ofrece el sistema representativo, pero también mediante actos instrumentales o expresivos que intentan poner en vigencia temáticas, imponer intereses o levantar legítimas demandas. Nadie piensa, en este contexto, que estos medios sean negativos, pero tampoco nadie debe creer que estas acciones determinen, por sí solas, el curso de la historia de un país.
En Chile se ha incubado con facilidad una doble visión extraña sobre el tema. O la acción ciudadana es la antesala del caos social —vieja tesis de la derecha— o se concede a las movilizaciones sociales una racionalidad que representa, por definición, el interés general. Este último enfoque ha ido ganando apoyo, en los últimos años, en la reflexión intelectual. También ha encontrado cierta adhesión, en ocasiones oportunista, en el discurso político.
Es evidente que la crisis de legitimidad del sistema democrático incentiva, promueve y acredita la afirmación de superioridad de tales modos de expresión ciudadana por sobre la democracia representativa, que se supone, muchas veces, incompetente y corrupta. Convengamos que esta opción también es una reacción entendible a la prevalencia delentramado institucional heredado por la dictadura.
Es evidente que la exigencia de transparencia en la acción de la autoridad ayuda a construir mejores sociedades, naciones más sólidas. Poderes más equilibrados son siempre indicadores de desarrollo y modernidad. Un papel relevante de los medios de comunicación (redes incluidas) en las sociedades modernas, reside en la transmisión y socialización del malestar descrito. Los medios no están para disimular crisis y conflictos, pero cada uno cumple su rol desde su propia línea editorial y su propia agenda.
Nos hallamos en medio de grandes posibilidades de progreso, pero tenemos un déficit de equidad aún muy importante. Enfrentando la alta abstención de las últimas elecciones (50%), existen en curso dinámicas políticas y sociales muy valiosas. Por ello, el cuidado de la interacción entre políticos, movimientos sociales, medios de comunicación y conflictividades emergentes es una cuestión esencial para mejorar la democracia de nuestro país. Se trata de una tarea que no compete sólo al Gobierno, sino a todos los actores involucrados.
El buen gobierno de esta complejidad supone comprensión de conjunto del proceso histórico y atención a las nuevas sensibilidades que aparecen. Estamos, insisto, ante un aprendizaje que debe involucrarnos colectivamente. No hay debilidad si las decisiones de un gobierno, por ejemplo, en la remoción de cargos, se deben a exigencias de transparencia. No hay retroceso en reconocer que la acción del Ejecutivo exige rectificaciones si ha pasado a llevar la probidad, bienes públicos o derechos individuales. Al contrario. Pero eso tampoco supone reconocer acríticamente como voz soberana el petitorio concreto o la demanda específica, que no siempre es coherente con el interés general.
Para cualquier gobierno, enfrentar estos desafíos requiere un relato consistente y fundado sobre las metas y valores que propone para el conjunto de la sociedad. Eso define la altura de la valla que se impone a sí mismo y a los demás. Lo otro es populismo o improvisación. La calle no debería decidir, pero tampoco asustar.