El camino que comienza
En toda política económica, si es seria, hay diagnósticos y respuestas, pero también apuestas. Porque se debe optar y toda opción tiene sus costos en lo que hace y deja de hacer. Sincerar las opciones es bueno, para no exigir a los gobernantes lo que no han prometido, y para no condenar a los ciudadanos […]
En toda política económica, si es seria, hay diagnósticos y respuestas, pero también apuestas. Porque se debe optar y toda opción tiene sus costos en lo que hace y deja de hacer. Sincerar las opciones es bueno, para no exigir a los gobernantes lo que no han prometido, y para no condenar a los ciudadanos si reaccionan frente a esas prioridades. En los años 90 y durante dos décadas, la prioridad económica de los gobiernos fue terminar con los cinco millones de pobres que la democracia heredaba de la dictadura. Optar por hacerlo significó también optar por lo que no se haría. Combatir la pobreza supone acciones políticas y económicas distintas, cuando no contradictorias, con aquellas de combatir las desigualdades. ¿Qué les importa a millones de pobres el arancel de universidades a las que sus hijos no acceden o el interés de las tarjetas de crédito que no tienen? Asimismo, superar la pobreza sólo es posible con crecimiento y en ello el sector privado juega un rol importante, lo que hace más complejo adoptar medidas redistributivas drásticas. Además, hoy la democracia es más fuerte comparada con los 90, cuando existía un Pinochet derrotado, pero aún poderoso, y un empresariado con desconfianzas hacia lo que el nuevo régimen le deparaba. No creo que en ese entonces se olvidaran las desigualdades. Simplemente se sopesaron las realidades políticas y económicas, y luego se hizo una opción política de concentrarse en superar la extrema pobreza. Fue una política exitosa para los objetivos que se propuso, su costo fue que las desigualdades sólo decrecieron marginalmente. Por lo hecho ayer, tenemos hoy otros desafíos. La reforma tributaria es el comienzo de un camino nuevo, con sus particulares opciones. El énfasis de la política es otro. Los cinco millones de pobres ya no existen. A la nueva y masiva clase media los aranceles universitarios sí le importan, al igual que la usura y abusos en tarjetas de créditos o la suerte de sus nuevas expectativas. El avance de Chile puso en la agenda pública la reivindicación social de más igualdad. Ese foco en que ha insistido la Presidenta determina las opciones de política, o sea, el trazado del camino que se comienza a andar. Y éste sólo lo puede recorrer un Estado con más recursos. Pero toda opción tiene costos. Sincerarlos ayuda a un juicio más certero sobre la relación entre el propósito buscado y el resultado obtenido. Permite además una visión no conspirativa sobre la reacción de los actores económicos. Estoy convencido de que una lucha real contra la desigualdad tiene costos en crecimiento y empleo durante un período de tiempo. Pero es una opción posible si aporta sustentación social y política a la sociedad chilena, que la había perdido. Si se hace bien, por ejemplo con mejor educación, es posible minimizar costos y hacer más potentes el crecimiento y empleo futuros. Me es difícil esperar que una cuantiosa reforma tributaria, financiada importantemente con impuestos a la inversión o al ahorro, no tenga efecto en el crecimiento y el empleo, al menos de corto plazo. Se agregan a la desaceleración externa y a problemas heredados, como los altos costos de la energía o las inseguridades judiciales y ambientales. Son costos nuevos y heredados, originados en opciones de acción e inacción, de antes y ahora, que hoy reclaman respuesta de la política. El éxito no dependerá de los montos recaudados, sino de dos cosas: la disposición ciudadana a pagar los costos de la opción cuando comience a sentirlos y la capacidad pública para ser certeros al asignarlos y eficientes al gestionarlos. Allí se jugará el éxito o fracaso de este camino que ahora comienza. La reacción ciudadana es una incógnita. No sabemos cuánto se acostumbró al crecimiento y al pleno empleo; y hay demandas sociales más que movimientos sociales permanentes: los pocos que existen -como el estudiantil o el mapuche- tampoco están dispuestos a cogobernar con la Nueva Mayoría. Si el camino que iniciamos es exitoso, se sabrá en unos cuantos años más, durará en el tiempo, como ocurrió con el de los 90. Si no es así, se sabrá antes.