El incendio de Valparaíso
La magnitud de las cifras -hasta ahora, doce personas fallecidas, más de 850 hectáreas incendiadas en once cerros, 2.000 casas destruidas y sobre 17.000 personas evacuadas-, resume la nueva catástrofe que ha asolado a Valparaíso, aunque no es capaz de reflejar por entero sus efectos sobre la ciudad y sus habitantes. Por cierto, no es […]
La magnitud de las cifras -hasta ahora, doce personas fallecidas, más de 850 hectáreas incendiadas en once cerros, 2.000 casas destruidas y sobre 17.000 personas evacuadas-, resume la nueva catástrofe que ha asolado a Valparaíso, aunque no es capaz de reflejar por entero sus efectos sobre la ciudad y sus habitantes. Por cierto, no es la primera vez que el puerto se ve afectado por este tipo de tragedias, pero ahora se ha puesto en primer plano la necesidad de un cambio definitivo en la forma de utilizar esos terrenos para que allí se pueda vivir con un razonable margen de seguridad. La ministra de Vivienda, junto con señalar que la primera prioridad está en contener el fuego y proteger la vida de las víctimas, cree indispensable que la tarea de reconstrucción se haga cargo de las condiciones riesgosas de las quebradas porteñas.
La realidad que allí se ha comprobado muestra, aparte de unas pocas edificaciones sólidas, una inmensa mayoría de viviendas informales, producto de tomas de terrenos o autoconstrucción, con la consiguiente ausencia de servicios públicos normales, que revela una lamentable imagen de subdesarrollo rodeando los valores patrimoniales que le han dado a Valparaíso su reconocimiento internacional. Ello sólo puede atribuirse a una dejación del Estado, a través de muchos años y desde su nivel comunal al de las autoridades nacionales, en cuanto a cumplir su deber fundamental con los ciudadanos en situación vulnerable, como aquellos que residen en la zona afectada. Situación tanto más paradójica en cuanto la ciudad es la sede del Poder Legislativo: éste no solamente no ha funcionado como el polo de desarrollo urbano con que alguna vez se defendió el traslado del Congreso de Santiago a Valparaíso -medida esencialmente política, no económica-, sino que los parlamentarios son testigos a diario de la precariedad urbana del puerto sin que eso haya impulsado cambios sustanciales.
Las explicaciones pueden ser muchas -entre ellas, tasas de pobreza y desempleo porfiadamente estancadas-, pero es notoria la diferencia en este aspecto entre los dos municipios vecinos de Valparaíso y Viña del Mar, tanto en la capacidad de financiar su labor como en las condiciones de vida de sus poblaciones más modestas vistas en una apreciación global, a lo que no es ajena la larga serie de problemas administrativos e incluso penales que nuestro primer puerto ha experimentado por décadas, después de haber sido el promotor de tantos avances para el país que allí se originaron. Es de esperar que esta destrucción, con tanto drama humano, cuyo control definitivo tardará aún en concretarse, sea el detonante de un verdadero plan de reorganización urbana que, una vez superada la emergencia, regularice la estructura habitacional de la zona dañada, saneando los títulos de propiedad, dotándola de los servicios comunes adecuados y minimizando en lo posible los riesgos de derrumbes e incendios.
Es cierto que la situación de los evacuados plantea un problema difícil para evitar que la solución transitoria que se les dé se transforme, como ha ocurrido en otros casos, en permanente. Sin embargo, la misma amplitud y hondura de la catástrofe deberían llevar a un esfuerzo conjunto público y privado para salvar definitivamente a Valparaíso del deterioro que viene sufriendo, con medidas centradas tanto en el rescate y la conservación patrimoniales como en la calidad de vida de sus habitantes más necesitados. No es fácil convertir los cerros porteños en un lugar habitable y seguro, y ello demandará tiempo y recursos, pero se trata de un desafío que no se puede dejar de lado y que ojalá sea abordado, desde el Gobierno a los vecinos, con verdadero espíritu nacional.