Interés general y régimen de lo público
Lo que se encuentra en juego en el debate educacional es la hegemonía de una definición de la frontera, esquiva y confusa, entre lo público y lo privado. Y no parece errado pensar que ese límite repercutirá en controversias futuras, desde lo que cabe entender por derecho a la salud, hasta una nueva Constitución. Lo […]
Lo que se encuentra en juego en el debate educacional es la hegemonía de una definición de la frontera, esquiva y confusa, entre lo público y lo privado. Y no parece errado pensar que ese límite repercutirá en controversias futuras, desde lo que cabe entender por derecho a la salud, hasta una nueva Constitución. Lo que se juega en el perímetro de esa frontera el interés general, una noción que es el resultado de una construcción intelectual y política cuyo alcance y significado han variado dramáticamente en Chile en los últimos cinco años.
¿Qué es el interés general? En pocas palabras, todo aquello que la sociedad considera importante de cultivar y proteger de modo igualitario para todos sus miembros: como tal, es el resultado de un contrato entre gobernantes y gobernados, pero que en Chile jamás fue objeto de deliberación, sino de una imposición bajo dictadura. Esas cosas que la sociedad considera importantes lo son porque participan de la condición humana, la que no es entendida de un solo modo y para siempre, puesto que en ella confluyen bienes que hoy son esenciales, pero que no siempre lo han sido. Uno de ellos es la educación, cuya importancia para el desarrollo de todos no merece dudas. Pero, ¿queremos realmente que este preciado bien público sea satisfecho por igual y sin distinciones para todos? En el Chile de hoy sí, pero en el de ayer (ese país de hace tan sólo cinco años), definitivamente no.
Hasta el año 2010, era deseable para todos que no existiesen bienes públicos y que las necesidades en educación o salud fuesen satisfechas preferentemente de modo privado. Cuando esto no era posible, la satisfacción mediante agencias públicas se fundaba en una lógica de mínimos comunes; es decir, en estándares que hoy parecen elementales. ¿Usted quiere educación gratuita? Pues bien, allí está: en los municipios. ¿Usted quiere una mejor educación? Pues bien, pague por ella, lo que introduce una diferencia entre familias y clases sociales que hoy parece intolerable para un bien igualmente vital, sobre todo cuando hay dinero público involucrado.
En el Chile de hoy, es deseable que sí existan ciertos bienes públicos a los que se accede por igual para satisfacer sin diferencias la necesidad, por ejemplo, de educarse. ¿Por qué razón? Porque existe algo intrínsecamente importante para la vida de todos cuando todos gozan de ese bien, como por ejemplo, educarse por igual o enfrentar la enfermedad sin diferencias de rango, estatus o prestigio. Cuando somos todos iguales ante esa clase de bienes, formamos una sociedad moralmente superior, y, sobre todo, más justa. Este mundo de hoy no siempre existió, y son pocas las voces que lo repudian, generalmente argumentando que no somos iguales: es-que-no-tenemos-el-mismo-color-de-ojos, y una infinidad de idioteces de ese tipo que un ministro de Educación de la dictadura (J. A. Guzmán) repite. ¿Cómo no verlo? La igualdad no es sinónimo de ser idénticos, ni menos la reproducción clónica de lo mismo: es un asunto moral que hoy se impone en términos distintos a lo que se entendía como interés general hasta hace poco.
Entonces, ¿cómo garantizar esta nueva definición del interés general en educación? Privilegiando las soluciones públicas; es decir, modos de satisfacción en donde somos todos iguales: no porque el Estado sea el exclusivo ejecutor de un derecho, sino porque ante un bien que todos consideramos esencial para nuestras vidas, el Estado debe garantizar que instituciones incluso privadas y que no lucran (un aspecto que degrada un bien esencial) pueden -bajo condiciones constitutivas de un régimen de lo público- cumplir con lo que cabe entender por interés general en el Chile de hoy.
Para debatir estos asuntos es imprescindible reformar el monopolio del que gozan los expertos en educación: no se trata de medir, ni menos de dirimir técnicamente si el financiamiento compartido es segregador (lo es), sino de deliberar entre todos (expertos, políticos y profanos) acerca de lo deseable. Y no necesariamente es importante aquello que es medible.