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Laberintos mexicanos

En el conjunto de América de lengua española, México es la economía más pujante, de mayor volumen, con problemas serios, pero con porvenir, con perspectivas. No he notado en México, hasta donde he llegado a celebrar el centenario de Octavio Paz, las amarguras, el estado de pesimismo, de escepticismo permanente, de otros países de nuestra […]

Publicado el 04/04/2014

En el conjunto de América de lengua española, México es la economía más pujante, de mayor volumen, con problemas serios, pero con porvenir, con perspectivas. No he notado en México, hasta donde he llegado a celebrar el centenario de Octavio Paz, las amarguras, el estado de pesimismo, de escepticismo permanente, de otros países de nuestra región. La política cultural de México, en estos días, sin profundizar en detalles, sin pretensiones de especialista en la materia, me parece de lejos la más fuerte, la más imaginativa, la más ambiciosa de todo nuestro mundo latinoamericano. La Alianza del Pacífico, que une a México, Colombia, Perú y Chile, es el único proyecto de integración regional que realmente funciona, en un sector donde los sueños, donde la capacidad de soñar ha sido alta, en contraste con la capacidad de realizar cosas efectivas. De aquí que la intención de conjugar la Alianza con el Mercosur, es decir, de llevar la alianza desde el Pacífico hasta el Océano Atlántico, me parezca, al menos por ahora y por mucho tiempo, un perfecto disparate.

Las principales sesiones del homenaje a Paz se realizaron en la Biblioteca Nacional, un conjunto arquitectónico ambicioso, de notable solidez, de líneas nobles, de mediados del siglo XVIII, que transmite la impresión de una visión amplia, de una continuidad histórica. Entro y visito un conjunto de bibliotecas personales de grandes escritores fallecidos. Es una idea original, no mediocre, de proyección interesante, y pienso que en Chile, en el país del “irrespeto literario”, como escribió una vez Pablo Neruda, no se le habría podido ocurrir a nadie ni en sus sueños más audaces. Las bibliotecas personales, que abrigan las colecciones privadas de escritores, poetas, hombres de letras fallecidos, conjugan el despliegue de los libros con la arquitectura, la pintura, la decoración. Tratan de ajustarse al estilo, al ambiente de cada personaje, y lo consiguen en forma notable. Por ejemplo, se sabe que Carlos Monsiváis, ensayista agudo, incisivo, crítico implacable, era un aficionado a los gatos a niveles extravagantes. Pues bien, las decoraciones del embaldosado del suelo de su sector fueron diseñadas y realizadas por Toledo, uno de los pintores más talentosos de este momento, y tienen cabezas de gatos disimuladas en las junturas, en los recodos. Alí Chumacero era un coleccionista refinado de ediciones de poesía de diferentes lenguas, de manuscritos, de cartas de amigos. Todo encuentra su lugar. Hay aviones de madera suspendidos en la sección de José Luis Martínez, que viajaba con frecuencia a Chile y tenía muchos amigos entre nosotros: alusión, quizá, a sus vuelos, a sus frecuentes apariciones y desapariciones. La casa de José Luis era una de las bibliotecas privadas más extraordinarias que he visto nunca. Era una edificación curva, de tres pisos, que daba sobre un jardín, y las paredes del fondo, sin excepción, estaban tapizadas de libros. Uno se instalaba en el centro del jardín, miraba la casa a través de sus ventanas abiertas, y todo era una biblioteca de forma cóncava que parecía flotar en el atardecer mexicano. También visité alguna vez la casa de don Alfonso Reyes y era una biblioteca en forma de barco, de paredes blancas, que navegaba por un barrio importante, entre arbustos de color lila, árboles, flores blancas y amarillas.

En el centenario de Octavio Paz hubo momentos intensos, solemnes, casi imperiales, y episodios más familiares y hasta divertidos. El joven Paz había sido acogido con entusiasmo por Pablo Neruda en los días del Congreso de Valencia de 1937, reunido en defensa de la República española. Después, en el México de los años cuarenta, los dos poetas se separaron por razones políticas y mantuvieron una infranqueable distancia. Ambos, sin embargo, mantenían una intensa curiosidad y un interés no bien disimulado por lo que hacía y escribía el otro. Octavio Paz me preguntó un día: “Dime, Jorge, ¿cómo tomaba su whisky Pablo Neruda?”. Conocía el tema de memoria y pude dar informaciones detalladas. Después pensé en otros poetas bebedores que había conocido y escribí una crónica, “El whisky de los poetas”.

En otra oportunidad, en una conversación por teléfono, Octavio me contó que había leído la obra entera de Neruda, desde la primera línea hasta la última. “Fue el mejor de todos”, me dijo, “su error fue la política”. Me pareció una confesión curiosa, casi un intento de reconciliación más allá de la muerte. Pero el error de Neruda, a mi juicio, no era exactamente la política, era el conformismo. Neruda se instaló en una ideología, como en una poltrona, y no quiso darle más vueltas al asunto. Octavio Paz, en cambio, practicaba en forma vocacional, apasionada, la revisión permanente del pensamiento. Sabía que ninguna filosofía dura cien años y que siempre había que releerla y reinterpretarla. Neruda, en su poltrona, estaba en contacto con todos los vasos comunicantes de la lengua, jugaba con ellos con singular maestría, pero no le gustaba nada que llegaran a incomodarlo con disquisiciones doctrinarias, con discusiones acerca del sexo de los ángeles, fueran ángeles católicos o marxistas.

Chile, economía, Mercosur, México, Neruda

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