Las prisas pasan
Camilo Feres. Desde que asumió el Gobierno, Michelle Bachelet ha impulsado un conjunto de medidas y reformas cuya premura ha sido objeto de críticas externas e intestinas. Para el análisis es importante distinguir las primeras, que son compromisos de baja profundidad enmarcados en un modelo Gantt de gestión política, de las segundas, que representan cambios […]
Camilo Feres.
Desde que asumió el Gobierno, Michelle Bachelet ha impulsado un conjunto de medidas y reformas cuya premura ha sido objeto de críticas externas e intestinas. Para el análisis es importante distinguir las primeras, que son compromisos de baja profundidad enmarcados en un modelo Gantt de gestión política, de las segundas, que representan cambios de mayor calado y que están en la base de la promesa de cambio que sustentó la candidatura de la hoy Presidenta.
La reforma tributaria y la reforma electoral se enmarcan en el segundo grupo. Y aunque existen fundados argumentos para requerir un razonamiento más pausado y profundo de cada una, su pronto envío al Congreso y consecuente apertura al debate político no debería ser visto como mero atolondramiento, sino más bien como muestra del aprendizaje de una gobernante que -en palabras de ella misma- se está repitiendo el plato.
Probablemente, si se consultara a cualquiera de los últimos mandatarios, la evaluación de cada uno de ellos respecto de la oportunidad en la que se deben emprender las reformas más complejas y relevantes sería unánime: lo antes posible. Y es que la dinámica política muestra que el poder con el que se cuenta en la primera magistratura inicia, una vez asumido el mando, una curva cuya velocidad es variable, pero que sigue una única dirección… hacia abajo.
Esto lo saben, sea por intuición o porque han recibido buenos consejos, la mayoría de los Presidentes, pero la diversidad de problemas que aparecen cuando se toma el control de La Moneda suele distraerlos el tiempo suficiente como para que se empantanen buena parte de las decisiones que parecían claras al comienzo. Acá es donde la experiencia hace la diferencia.
Cuenta la leyenda que, además de una serie de conversaciones anecdóticas y comparaciones materiales poco relevantes, Nicolás Sarkozy le dio a Sebastián Piñera un consejo que emanaba de su experiencia como Presidente de Francia: “Sebastián -le habría dicho-, no pierdas tiempo y presenta tus principales medidas al inicio, que después la cosa se pone muy difícil”.
Es probable que el ex mandatario chileno haya tomado nota, pero o bien le quedó más clara la primera parte del mensaje (la prisa) y abordó con ella un conjunto amplio de medidas sin distinguir su trascendencia, o simplemente pensó que, amparado en un modelo de gestión empresarial y omnipresente, el fenómeno del desgaste no lo tocaría a él de la misma manera que a la mayoría de los mandatarios del mundo.
Bachelet, en tanto, ya en su primer mandato había dado a entender que este problema estaba dentro de sus preocupaciones y en alguna entrevista deslizó que el Gobierno, como tal, duraba en realidad dos años. Esa conciencia del fenómeno, sin embargo, no le permitió hacer algo en contrario, y la primera mitad de su administración se caracterizó por la inacción y los tropiezos de su gobierno ciudadano, su gabinete paritario y su promesa de las caras nuevas.
Ahora la situación en distinta. Al frente del Gobierno hay una Bachelet que ya vivió en carne propia los sinsabores del poder. No se trata de otra persona, en ningún caso, pero sí es visible que ahí donde antes había desconfianza difusa, ahora hay convicción y vivencias que sustentan sus resquemores, y que donde había instinto ahora hay experiencia.
Bachelet sabe que, si pregunta demasiado, la diversidad de agendas e intereses -individuales y colectivos- que pululan en el debate público terminará por hacer irreconocible cualquier reforma que pretenda emprender. Por lo tanto, los plazos que se ha dado para presentarlas podrán ser breves, pero en ningún caso casuales.