No sólo ruinas dejan los cataclismo
Pasada la conmoción del terremoto y el incendio, el resto comienza volver a la cotidianidad de su vida y la política retoma su agenda transitoriamente postergada. Sin embargo, cataclismos como estos no dejan sólo ruinas. Comienza ahora una reconstrucción que dura más que la emoción masiva, En tanto en Valparaíso, además, comienza una profunda reflexión […]
Pasada la conmoción del terremoto y el incendio, el resto comienza volver a la cotidianidad de su vida y la política retoma su agenda transitoriamente postergada.
Sin embargo, cataclismos como estos no dejan sólo ruinas. Comienza ahora una reconstrucción que dura más que la emoción masiva, En tanto en Valparaíso, además, comienza una profunda reflexión sobre su ser mismo, su realidad urbana, su futuro portuario, sus miserias y abandonos. Son tareas largas que no pueden abandonarse cuando pase la pirotecnia mediática.
Pero no es lo único que queda. No tengo dudas de que cuando hace unas columnas atrás manifestaba mi escepticismo sobre el rol de los programas de gobierno, muchos arriscaron la nariz. Pero no era nada contra éste programa. Era con todos los programas de todos los tiempos.
Si bien todo gobierno serio llega con un propósito previo -un programa-, éste jamás será capaz de contener y anticipar toda su vida. Acontecimientos externos, fenómenos naturales y actores sociales también disputan su lugar en la agenda. Esta vez fue nuestra naturaleza. Ambos cataclismos, remeciendo y quemando, alteraron una agenda que parecía copada por las reformas educacional y tributaria. No lo duden, habrá muchos acontecimientos que disputarán espacio en la agenda. Lo importante es tener prioridades, objetivos y lógicas compartidas, para no desdibujarse en una agenda hecha por muchos y de la cual todo gobierno debe hacerse cargo.
Con ambos cataclismos, el país volcó su mirada primero al norte y luego hacia Valparaíso, que ocupa un lugar misterioso en nuestros corazones. Los impuestos y la educación siguieron siendo tema de las élites de toda edad; sin embargo, el alma nacional voló hacia el puerto en llamas. Lo reflejó el llamado del alcalde porteño a que por favor no llegaran más voluntarios a ayudar.
Y así nacen otros legados de estas tragedias, que sin su existencia quizás habrían quedado en la trastienda de la vitrina de los temas “trascendentes”.
Escarbando en las noticias, me encontré un país amable; o sea, digno de ser amado. Un país diferente al de los discursos crispados y las proclamas amenazantes. Un país unido, donde personas, organizaciones, empresas e instituciones de todo tipo acudieron a ayudar en la desgracia. Ratificaron esa capacidad tan chilena para reaccionar, cerrar filas y no rendirse ante la adversidad. Apareció un país sin diferencias intransables y, también, sin reticencias heredadas, que volvía a sentir propias a las FF.AA. e indispensables en tiempos de emergencias. Mostró una juventud solidaria que quizás no es la que figura diariamente en medios, pero sí masivamente en los cerros y junto a las personas que lo perdieron todo. Entre estas últimas, pude saber de seres admirables por su sabiduría y fuerza en medio de la catástrofe.
Ese país me gustó. En imágenes de hoy, un país de iguales en la solidaridad y el dolor. Si no se vive así, nunca será un país de iguales. Un antes desigual da dos futuros posibles: uno donde todo es más igual para todos, gracias a que los que tuvieron demasiado ceden voluntaria o involuntariamente parte de lo que tienen y otro donde sólo la tortilla se vuelve. Nuevos condenados, no por la obligación de pagar, que esta bien, sino por negárseles el derecho a sentirse dignos en el aporte de su quehacer al conjunto, que como todos los conjuntos, incluye en cada identidad seres valiosos y otros miserables. Las imágenes me hablaban de un Chile con voluntad de ser iguales y eso me conmovió tanto como las ruinas y los despojados por el fuego.
La realidad también rebarajó rostros. Sin terremoto en el norte, ni incendio en Valparaíso, hubiera sido más lento para el país hacerse un juicio sobre el ministro Peñailillo. Era un joven desconocido para la opinión pública. No faltaron voces en sordina que cuestionaban sus competencias y esa duda podía ser de muchos. Por eso la calidad y visibilidad de su gestión merecen ser destacadas.
Las tragedias pueden abrir espacio a nuevos liderazgos y mostrarnos rasgos admirables de nuestra gente.