Reformas en la estructura del catolicismo
Para entender la reforma que el Papa Francisco está llevando a cabo en la Curia Romana, es necesario conocer algunos aspectos centrales del pasado de la Iglesia romana. Después de todo, se trata nada menos que de descentralizar, separar las competencias de las Congregaciones Romanas que nacieron en el siglo XVI con el Papa Pablo […]
Para entender la reforma que el Papa Francisco está llevando a cabo en la Curia Romana, es necesario conocer algunos aspectos centrales del pasado de la Iglesia romana. Después de todo, se trata nada menos que de descentralizar, separar las competencias de las Congregaciones Romanas que nacieron en el siglo XVI con el Papa Pablo III, adecuarse a la modernidad administrativa, evitar conflictos de competencia entre tribunales, congregaciones y secretarías, cambiar la burocracia en servicio más pastoral, evitar y corregir focos de corrupción y ¡ser un instrumento al servicio del Papa para llevar a la Iglesia a ser más simple y servidora!
Desde el siglo VII en adelante, la Iglesia se fue transformando poco a poco en un Estado en el centro de Italia. Donaciones territoriales del imperio romano tardío (Constantino), más las extendidas donaciones de territorio que hicieran Pipino y Carlomagno, hicieron del Papa un príncipe secular, además de ser el centro espiritual y jurídico de la cristiandad.
Se entendía que el territorio era la base de sustentación de la autoridad pontificia, que por siglos estuvo sometida a la voluntad del emperador. Así nació paulatinamente una corte pontificia, a la manera de las cortes medievales y renacentistas, con las virtudes y defectos de esos grupos, donde la ambición, el carrerismo y los abusos se combinaban con un buen trabajo de los servidores del Papa. Hubo períodos -como el de Aviñón, el siglo XV y el XVI, y antes en el siglo X- en que la corrupción manchó a la Iglesia y los defectos eran señalados por santos de la época, como lo hicieron santa Brígida, santa Catalina de Siena y san Bernardino, por citar a algunos. Pero el Papado no aceptó los defectos y corruptelas y vinieron pontífices reformadores en los siglos siguientes, como Gregorio VII, Inocencio III, Adriano VI, Pío V, Sixto V, Gregorio XIII y otros. También se alzaban voces de seglares que llamaban a la reforma, tanto de la cabeza como de los miembros de la Iglesia.
La Iglesia no ha sido nunca una sociedad religiosa completamente santa ni tampoco completamente pecadora; corrupciones se han dado y se darán siempre. Es la condición de la naturaleza humana, a la vez justa y pecadora. Ese fue el riesgo que corrió Jesús al elegir a los hombres como sus apóstoles, ya que en el terreno de la vida se da el buen trigo como la maleza, y en esa mezcla crece la Iglesia que es santa por Cristo, y su Espíritu, que la conduce en medio de los avatares del mundo. En el siglo XX, San Pío X hizo una reforma de la Curia que sucedía a una que Pablo III había hecho en el siglo XVI. Pío XII y Juan XXIII intentaron reformas, y Juan Pablo II las llevó a cabo.
La realidad y los tristes acontecimientos de corrupción que se venían dando hacían imperiosa una reforma general de la estructura de la Curia Romana. Ella no puede desaparecer, ya que es indispensable su servicio y necesaria para el Papa, pero ha de ser un instrumento sano, moderno y con sentido pastoral, y no un poder que pueda acallar o limitar la acción papal, ya que él es el sucesor de Pedro y el jefe supremo del catolicismo.
En el siglo XX, la Curia romana ha sido un real servicio para la Iglesia, a pesar de sus defectos y abusos, que por cierto, como el Papa Francisco ha dicho, nunca han sido generales, pues son muchos -laicos y seglares- los que trabajan en ella sirviendo abnegadamente.