A diez años de la Ley de Divorcio
Abrir espacios a los valores democráticos y a los cambios culturales requirió un esfuerzo de convencimiento y de persistencia no menor. Para que lo sepan las nuevas generaciones”.
En mayo se cumplen diez años de la entrada en vigencia de la Ley de Divorcio, que tuvo una larga y controvertida tramitación. El Congreso se tomó casi una década en su discusión. Con los ojos de hoy, cuesta entender la dificultad que tuvo la sociedad chilena para abordar una regulación de los quiebres matrimoniales que eran parte de la realidad y que, sin una legislación adecuada, dejaban en completa desprotección a las familias, especialmente a sus integrantes más débiles: las mujeres y los hijos.
Cuesta también entender la tolerancia que tuvo por décadas la práctica fraudulenta de las nulidades matrimoniales, aceptada por todos. Porque no es que en Chile no existiera una manera de divorciarse. Sí existía, pero a través de un arreglo privado que implicaba una mentira pública, ante la cual jueces y políticos hacían la vista gorda, porque era la única válvula de escape para un conflicto sin solución legal.
Decir que “Chile cambió” es un lugar común, pero la verdad es que parece impensable que en la actualidad hubiéramos enfrentado el tema de la misma manera. Que hubiésemos tenido la discusión en los términos en que se dio, justificándose el rechazo con argumentos doctrinarios sobre la naturaleza de la familia, como si ésta tuviera una sola forma de desarrollarse, y anunciándose las más graves amenazas para el futuro. En resumen: el divorcio significaba el fin de la familia y, por ende, la destrucción del pilar de la sociedad. Diez años después, los divorcios, luego de un natural crecimiento que llegó a su peak en 2009, han venido a la baja, y los matrimonios, que habían tenido una tendencia a la disminución, han empezado a aumentar.
Pero no sólo Chile cambió, también la cultura. La vida se ha hecho más compleja, hay una mayor demanda de justicia y de transparencia en las relaciones. Las personas son más autónomas y tienen más libertad. Muchos parlamentarios y líderes de opinión que inicialmente se opusieron al proyecto terminaron aceptándolo e incluso valorándolo. Cuando se votó por primera vez en la Cámara de Diputados en 1997, salvo un par de excepciones, la derecha entera lo hizo en contra. Por su parte, la Democracia Cristiana tenía treinta diputados: un tercio votó a favor, un tercio en contra y un tercio se abstuvo. En 2004 la mayoría se plegó a la aprobación de la ley.
La misma Iglesia Católica, que mantuvo una oposición tan dura, es probable que hoy hubiera tenido una mayor apertura acerca de la necesidad de legislar. Es evidente que actualmente tiene una mirada más comprensiva de los dolores y vicisitudes de la vida humana, como lo testimonia el Papa Francisco. No imagino que el Vaticano de hoy llamara a dar explicaciones a un obispo por el solo hecho de sostener que los legisladores católicos, en su rol político, podían decidir en conciencia lo que consideraban la mejor opción para regular un problema como la ruptura matrimonial.
Así, la generación que enfrentó la post-transición no sólo se encontró con los enclaves autoritarios en la política, sino que también debió enfrentar resistencias culturales muy poderosas. Abordar la legislación que otorgaba igualdad de los hijos ante la ley fue un parto. Temas como la violencia contra las mujeres y los niños se plantearon por primera vez en los foros políticos. Qué decir de la homosexualidad: sólo en los 90 se despenalizó la sodomía.
Abrir espacios para fortalecer los valores democráticos requirió un esfuerzo de convencimiento y de persistencia no menor. Para que lo sepan las nuevas generaciones.