Defensores de la lengua
“Cuando la gente me dice que no lee nada, que no tiene tiempo para leer, me limito a mirarla con un poco de lástima. ¿Para qué tendrá tiempo, me pregunto, para qué tonterías que creen enormemente importantes?”.
Por Jorge Edwards
No sé si la lengua necesita defenderse tanto. Me parece, más bien, que se defiende sola y que su influencia crece todos los días. He visitado los barrios mexicanos de Chicago, las calles cubanas de Miami, las librerías en castellano de San Francisco, de Nueva York, de Washington D. C., de todas partes. Desde luego, la lengua evoluciona, cambia, propone cosas, plantea alternativas. Es una entidad llena de sorpresas. Si usted quiere ser alguien en la política, en la vida profesional, en lo que sea, tiene que tener mucho cuidado con el lenguaje. No en el sentido académico del asunto: en el sentido real, tangible, diario. Un candidato dice que fue muy prudente durante una discusión pública con una candidata del partido contrario porque no quiso abusar de una mujer. ¿Abusar por qué, porque los hombres son superiores, porque si emplean sus talentos a fondo ganan de todas maneras? El candidato de marras no midió sus palabras, utilizó el lenguaje sin pensar demasiado y quedó en el más perfecto ridículo. Podemos concluir, entonces, que manejar bien las palabras equivale a pensar bien. Y que pensar mal conduce a expresarse mal y a crear toda clase de confusiones.
Me hacen preguntas para entrevistas y me parecen un poco ingenuas, pero trato de contestar lo mejor que puedo. ¿Qué papel juegan las academias en todos estos delicados temas? Las academias no crean el lenguaje. La lengua, con su vida, con su lógica interna, con su belleza, con su gracia, viene del fondo de la historia. Sancho Panza, con su habilidad para recoger proverbios medievales y populares, para aplicarlos en las más diversas circunstancias, es un maravilloso fenómeno de lenguaje. No sé si existe alguna recopilación de proverbios y dichos sanchopancescos, pero si no existiera, habría que inventarla y poner de inmediato manos a la obra. Sancho y su sabiduría proverbial; don Quijote y sus tiradas líricas, su sueño de una Edad de Oro por la que cabalgan y cruzan caballeros andantes. Cuando la gente me dice que no lee nada, que no tiene tiempo para leer, me limito a mirarla con un poco de lástima. ¿Para qué tendrá tiempo, me pregunto, para qué tonterías que creen enormemente importantes?
Me hablan mucho de los libros digitales. Confieso que el problema de los libros digitales me parece un falso problema. Entre la nada y un libro digital, me quedo con el libro digital. Pero el papel es mejor para el tacto, para la vista, para la estética de la casa, para la lectura tranquila. Corran ustedes por el mundo en aviones supersónicos y lean libros digitales mientras vuelan por encima del Círculo Polar Ártico. No los envidio y no tengo la menor intención de imitarlos. Me anuncian que me van a invitar a decir un pregón en una feria del libro antiguo, en Sevilla. Haré el pregón, caminaré con calma, con tiempo, por las callejuelas del barrio de Santa Cruz, miraré pinturas de Zurbarán y sufriré de una sola cosa: de no poder comprarme todos los libros antiguos. Tuve un amigo a quien sólo le gustaba leer los libros en las ediciones originales. Era una afición que puedo comprender, pero que obliga a sufrir de largas y profundas frustraciones. No es completamente imposible leer a Montaigne o a Cervantes en ediciones originales, pero leer a Plutarco, a Séneca, a Virgilio, ya son palabras mayores. Yo, en mi vejez, reanudo mis escasos estudios juveniles de latín y trato de completarlos. Si consigo leer a Virgilio en el idioma original, aunque la edición sea moderna, incluso contemporánea, me contento.
Le digo a mi entrevistadora que las academias hacen diccionarios y que esa tarea me parece enormemente útil. Uno de los inconvenientes de viajar, para mi gusto, consiste en que no se puede trasladar todos los diccionarios que a uno le gustaría. Yo traigo el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia y el de chilenismos de don Zorobabel Rodríguez, publicado en Santiago en 1875. Escribí hace poco sobre un “gato arestiniento” y el corrector de pruebas me objetó el adjetivo. Don Zorobabel sostiene que es palabra castiza y escribe: “Hay que advertir que el arestín en Chile es una enfermedad más de perros que de caballerías, y que en vez de llamar arestinado al que la tiene lo llamamos arestiniento”. Me permito agregar que también es una enfermedad de gatos.
Me gustaría tener más diccionarios relacionados con la lengua y con lenguas extranjeras, pero también diccionarios de temas diversos: pintura, música, gastronomía, proverbios, estupidismos, usos y formas de la diplomacia, trajes, y un largo etcétera. Soy un persistente aficionado a las erudiciones inútiles. Un buen diccionario del boxeo, por ejemplo, sería interesante, y otro del tango. Pío Baroja sostenía que había tangos de Madrid y del sur de España, y tangos de Río de Janeiro. Citaba uno español: “Un cocinero de Cádiz / muy afamado / a las mujeres compara / con el guisado”. Don Pío, al parecer, era un machista impenitente. Habría sido descalificado en cualquier justa electoral de hoy. Un tango brasileño hablaba de una mujer muy pobre, con el techo de su casa roto y las estrellas reflejadas en las tablas del suelo. “Tú pisas los astros distraída”, comenzaba el tango. La miseria se transformaba en belleza y en gracia. Ya ven ustedes: una letra compasiva, delicada, y otra divertida, pero políticamente incorrecta.