Geometrías de extramuros
“Uno tiende a ponerse conservador, pero salir de la rutina, encontrarse con ejércitos de pantallas que muestran la caída rítmica en la tela de una máquina de coser, entrar en un octaedro lleno de cuadros casi totalmente blancos puede ser una interesante gimnasia intelectual y estética”.
Visito una ciudad financiera rodeada de lagunas, de campos de golf, de jardines y bosques artificiales, en los extramuros, y dedico una mañana a conocer la Colección Grazyna Kulczyk: “Todo el mundo es Nada para Alguien”. El título es un acertijo, se parece a las frases de las sibilas griegas, pero el minicatálogo nos explica que la situación política de Polonia, en la segunda mitad del siglo XX, sirvió para demostrar que el espíritu de creación no tiene fronteras. Soy aficionado a la música polaca contemporánea, a la de Lutoslawski, Gorecki, Krzystof Penderecki, de manera que el asunto no me sorprende demasiado. La colección, por lo demás, reúne a pintores, artistas, instaladores, de otros lugares del mundo: parte de Polonia y regresa no se sabe a dónde. A ninguna parte, quizá, como diría el autor del “Rey Ubú”.
Uno tiende a ponerse conservador, pero salir de la rutina, encontrarse con ejércitos de pantallas que muestran la caída rítmica en la tela de una máquina de coser, entrar en un octaedro lleno de cuadros casi totalmente blancos, salvo que el ojo empieza a distinguir puntitos, filas, series más o menos irregulares, puede ser una interesante gimnasia intelectual y estética. De repente aparece una mancha de color extraordinaria, que no se parece a ninguna otra, y es una “imagen residual” de Wladyslaw Strzeminski, nombre con acentos en las consonantes que no tengo medios de reproducir: uno se imagina el cuadro en una pared blanca, pintada a la cal, al fondo de una casa del Valle Central de Chile, y no puede negar su fuerza y su belleza. Hay un Tàpies de colores desteñidos, nebulosos, inhabituales, que parecen aludir a la huella de un bastón en la arena, y un polaco furioso que pinta explosiones rojas a la manera de Francis Bacon. Pero lo dominante, y quizá lo más interesante, son las geometrías, o las casi geometrías, las simetrías imperfectas. Se puede entrar a visitar la exposición por un extremo o por el otro, y se supone que los resultados y hasta la atmósfera del recorrido son diferentes en cada caso. Entramos por una hilera de autorretratos fotográficos de Roman Opalka. El artista se fotografió a lo largo de años y décadas y se complació, ¿se horrorizó?, ¿se autoflageló?, comparando las huellas del tiempo en su propia cabeza. Al final de toda la serie es el mismo, todavía, pero también es una máscara, una caricatura, un descalabro. Prefiero una serie de cubos verticales, huecos, que tienen la virtud de mantenerse idénticos. ¡Qué singular virtud!
Hasta que llegamos a un retrato exuberante, regido por la geometría, cuyos elementos decorativos son pequeños bañistas repetidos, iguales, que dan un salto en el vacío, y que me transmite una vaga impresión de prerrafaelismo. Pero el personaje retratado es una mujer de expresión autoritaria, más bien madura, que lleva una hoz en la mano izquierda y un retrato de familia desde donde ella misma nos hace un guiño para indicarnos que todo es una broma, un juego, otro acertijo, en la mano derecha. “Mi propio esplendor”, se llama el cuadro: “Hija, madre, pareja” (Corka, Matka, Partner).
Hay una línea azul que atraviesa objetos, números oxidados, botiquines, para seguir su camino en la pared lisa, y hay formas que parecen suspendidas en el aire, pero que cuelgan del techo con hilos transparentes. En la sala del final nos encontramos con alambradas, con casamatas y torres de vigilancia construidas con piezas Lego, con pequeñas figuras de caras cadavéricas encerradas detrás de barrotes. Hemos llegado a los dramas del siglo XX, a la Polonia trágica, y la prensa del día, las imágenes de los telediarios parecen indicarnos que el siglo XXI podría no ser menos peligroso. Al fin y al cabo, el 2014 es un aniversario ominoso. Pero abandonamos la colección de la señora polaca, con sus casi geometrías, sus explosiones súbitas de color, sus sorpresas, además de cierta atmósfera de clínica, de una blancura aséptica que se impone hasta en los menores rincones, y nos vemos rodeados de enormes telas, monstruos y fantasmas negros, grises, de colores sepia, de aspecto vagamente goyesco, de José María Sert, que adornaban los salones del Hotel Waldorf Astoria de Nueva York y han aterrizado en estos templos financieros. Después nos reciben unos Gutiérrez Solana de gran formato.
Yo me acuerdo de un español del Cantábrico, de Galicia, de alguno de esos lugares, que era dueño de la cadena de cines Velarde y que poseía una colección secreta de pinturas de Gutiérrez Solana en el Valparaíso de mi juventud. Busqué los cuadros muchas veces, hice preguntas a coleccionistas, a dueños de tiendas de anticuariado, a críticos e historiadores, pero nadie supo darme detalles precisos. A veces me escribe un lector y me entrega datos extraordinarios. Pero siempre es demasiado tarde. Las bibliotecas de antaño se dispersaron. Las pinacotecas emprendieron el vuelo rumbo a países del norte. La señora Elena Huici de Errázuriz, coleccionista de Picasso, amiga de Igor Stravinsky, de Serguei Diaghilev, de Blaise Cendrars, desapareció del horizonte hace décadas. Entre nosotros, nadie lo sabe y a nadie le importa un pepino.