Lealtades divergentes
“Se puede cambiar en muchas cosas a lo largo de la vida, pero no en las simpatías del fútbol”.
Por Jorge Edwards
Fue una semana llena de sucesos extraordinarios, interesante, en más de algún momento sorprendente. Comenzó con la segunda vuelta de las elecciones en Colombia y el triunfo del Presidente Santos. Siguió con el partido de fútbol Chile-España en el Maracaná, estadio histórico, lugar de triunfos y derrotas no previstos, de crisis cardíacas. Y una hora exacta después del partido se produjo la transición de la monarquía en España, el paso de don Juan Carlos de Borbón a su hijo, el rey Felipe VI.
Me preguntaban, medio en broma, si estaría a favor de España o de Chile. Mis ideas, a este respecto, son perfectamente claras: se puede cambiar en muchas cosas a lo largo de la vida, pero no en las simpatías del fútbol. Cuando escucho por la radio que la Universidad Católica ha metido un gol, me acuerdo del club de mi infancia y de mi adolescencia ignaciana, de los partidos en un estadio del barrio de Independencia, y me alegro en forma íntima. Todavía reconozco el estilo del Sapo Livingstone, que jugaba con la pelota por detrás de la espalda; del Chuleta Prieto, que corría como un gamo; de Raimundo Infante, del Huaso Molina. En esos días lejanos, los términos del fútbol eran ingleses. Se hablaba todavía de los “corners”, del “outside” (el “orsai”), del “back” derecho, del “centro forward”. Vi el partido del miércoles en compañía de un amigo de Madrid de origen sudamericano. Me dijo que estaba por el Real Madrid en España y por el Deportivo de no sé dónde en su tierra. Me aseguró que nunca se le habían presentado situaciones de conflicto. Como sabe mucho más de fútbol que yo, me anunció desde los primeros minutos que ganaría Chile. ¿Por qué? Porque los futbolistas chilenos jugaban con más ganas, con más rapidez, con llegadas más peligrosas al arco contrario. Jugaron con hambre de triunfo, me dijo otro amigo, por teléfono, y el hambre, en competencias tan ajustadas, de nivel tan alto, es absolutamente necesaria. Los españoles daban la impresión de querer terminar pronto para partir de vacaciones. Iker Casillas, el arquero, había engordado y estaba con reflejos lentos. Chile, en cambio, con Claudio Bravo, tenía un arquero extraordinario. Y todos los chilenos corrían, les robaban la pelota a los adversarios, contraatacaban con singular peligro.
Me invitaron con todas las de la ley a la recepción en el Palacio Real, después de la proclamación solemne de Felipe VI en las Cortes. Había bromas, alusiones al fútbol, uno que otro encuentro, en galerías exteriores inundadas por un sol de verano, pero también había una conciencia tácita, general, que se notaba en detalles, en gestos, en palabras y silencios, de que asistíamos a una jornada histórica. Sólo había tiempo para darle la mano al rey y a la reina, después de haber hecho cola durante más de una hora y de haber bebido abundante agua, pero Felipe VI me retuvo un segundo y me dijo “gracias por haber venido”, detalle simpático, sobre todo cuando se había saludado a más de dos mil personas. Ya conté que en la proclamación del rey anterior, a fines de noviembre de 1975, me encontraba en un café de la playa de Calafell en compañía de Carlos Barral, de Juan Marsé, de un viejo pescador de la comarca, el Moreno. El tono democrático del discurso de la proclamación, en esa oportunidad, nos llevó a brindar por la monarquía con cava de Cataluña. Todos nos volvimos monárquicos, con excepción del Moreno, que mantenía a rajatabla sus simpatías anarquistas de antes de la guerra civil.
La relación del franquismo con los países de América era retórica, institucional, de aspecto más bien apolillado: Instituto Hispánico de la calle Villavicencio (si la memoria no me falla), personajes criollos de un hispanismo anquilosado, fuertemente atacados por los emigrados republicanos. Hasta las ediciones de los clásicos castellanos parecían comidas por la polilla. Recuerdo ejemplares anteriores a la guerra que todavía circulaban, pero con los nombres de prologuistas, de profesores, de críticos, suprimidos con una raya negra. Ahora, con la perspectiva de los años, veo que la monarquía constitucional, democrática, de la España de las últimas décadas del siglo pasado llevó un aire renovado, fresco, estimulante, a los países del otro lado del Atlántico. Fue una inspiración, un modelo para las salidas nuestras de dictadura. El rey de España era decididamente mal visto por los sectores más reaccionarios de América Latina, y esto, desde luego, era un excelente síntoma. La presencia de la España nueva, con el rey a la cabeza, con personajes como Adolfo Suárez, como Felipe González, en el Chile de los años ochenta, nos daba ideas. Parecía que eso era lo que había que hacer. Hubo influencias españolas, así como las hubo francesas, alemanas, escandinavas, norteamericanas, en el resultado del plebiscito de 1988, que fue una derrota contundente del pinochetismo no prevista ni creída por casi nadie fuera de Chile.
Hay que analizar estos fenómenos con visión moderna, histórica y actual. Recuerdo ahora un episodio en que las comunidades mapuches de la región de Valdivia quisieron entrevistarse con el rey Juan Carlos, pero se negaron a hacerlo en presencia de un representante del gobierno chileno. Pensaba en estas cosas, entre otras, cuando miraba el partido de fútbol del miércoles en la noche. Había en acción elementos de mestizaje, de inteligencia, de astucia criolla. No sé si hemos asimilado estos delicados asuntos con la madurez necesaria. Es posible que vayamos en camino de hacerlo, pero todavía nos falta. Nos falta mucho.