El lucro matizado
Por Oscar Guillermo Garretón
“Es clave pasar de la consigna al concepto preciso que regirá”.
Por Oscar Guillermo Garretón
El diccionario define lucro como “ganancia o provecho que se saca de algo”. No acota la definición, no lo aplaude ni lo condena. Tampoco lo limita a la actividad económica.
La presencia del lucro en la historia ha sido permanente. La Iglesia medieval lo demonizó. Luego su condena cayó en desuso y desprestigio por el boato vaticano, el uso que le dieron los señores feudales para justificar saqueos y pogromos cuando guerras y despilfarros vaciaban sus arcas, y el imparable avance del capitalismo al cual terminó adaptándose. Más tarde, el nazismo y el bolchevismo lo utilizaron como sustento moral en sus persecuciones. En tanto, en estos días, el presidente del PS, luego de su visita a Raúl Castro, informó en tono entusiasta del interés del cubano por la inversión extranjera, lucrativa por cierto.
O sea, las acepciones y juicio sobre lucro en cada tiempo y lugar son de notable variedad.
Por eso, no es raro que la palabra comience a tener tantas y tan cambiantes versiones en nuestra realidad. El “fin del lucro” fue, como diría el ministro Arenas, el corazón de la demanda educacional que marcó 2011. Como toda buena consigna, tiene casi tantas interpretaciones como personas interesadas en el tema. Para unos era el ahogo económico de la clase media ante la irrupción masiva de sus hijos en un sistema universitario de altos aranceles. Para otros era el paso de la educación como actividad de mercado a derecho que la sociedad, a través del Estado, debía garantizar. Más tarde adquirió forma de propuesta positiva: educación gratuita y de calidad.
Y ahora, cuando se trata de construir la nueva educación, la realidad forzó a introducir matices en el uso del término. Lo motivó la fuerte reacción social provocada por las incertidumbres en torno a la educación privada: movimientos de padres y apoderados, de sostenedores de escuelas, de iglesias y credos, incluso de partidos de la Nueva Mayoría.
El primero con el valor para matizar la palabra que, como en el medioevo, se había transformado en artículo de fe, fue el senador PS Carlos Montes, quien estrenó su propia definición de lucro, asociándolo en la actividad educacional a ganancias excesivas y no a cualquier ganancia. Otros siguieron sus pasos y el presidente de la Cámara aventuró ayer otra aproximación: “Hay colegios particulares subvencionados con fines de lucro que no lucran. Simplemente viven del colegio; no se están comprando helicópteros ni casas en la playa” (esto excluye a casi la totalidad de los sostenedores, porque no sé de ninguno que tenga helicóptero; y casa en la playa tiene tanta gente, incluidos muchos parlamentarios, que me costaría descalificarlos por lucradores). Agregó “financiémosle la compra”, refiriéndose a un sostenedor sin infraestructura y deseoso de adquirirla.
El problema, a estas alturas, es que ya no sabemos qué es lucro en educación y qué no. A partir de qué nivel se considerará excesiva la ganancia. En la misma medida que ésta ha sido fuente de las mayores incertidumbres en la educación privada, es clave pasar de la consigna al concepto preciso que regirá.