La ignorancia a la hora del té
“En el acuerdo tributario algunos vieron la posibilidad de restauración del antiguo orden elitista”.
Por Alfredo Joignant
Más allá de saber si la coalición gobernante tenía los votos a la hora de aprobar en el Congreso la reforma tributaria, si el consenso al que se aferra con devoción el periodista conservador Sergio Muñoz en estas páginas debía primar por el bien de todos, o si lo que se debe criticar es la situación social de “cup of tea” en la que un acuerdo fue tomado, pocos se han hecho la pregunta acerca de las bondades de lo que fue consensuado y, sobre todo, de lo que el común de los mortales logra descifrar.
Uno de ellos fue el senador Andrés Zaldívar, quien muy en serio arriesgó analogías culinarias para explicar que no todos pueden entrar a la cocina para preparar un plato sofisticado, ya que sólo un puñado de artistas y chefs de la gastronomía política pueden hacerlo. Convengamos que en tiempos de demandas de participación, de déficits de legitimidad de lo que la política decide y de exigencias de expresión pública de acuerdos sobre materias que nos atañen a todos, la cándida y genuina opinión del senador es sorprendente. Primero, porque delata un desprecio por el registro de publicidad que debiese estar presente, y en seguida, porque es imposible no ver en el recetario del buen gusto del senador un juicio aristocrático bañado en indiferencia por lo que las personas de a pie opinan o entienden. Un abuso de poder.
Seamos francos. Hace rato que dejé de entender el fondo de la reforma tributaria, entre rentas percibidas o atribuidas y la confusión entre metas e instrumentos de recaudación. Un enredo que se origina en una crisis pedagógica del Gobierno. Me parece que en este episodio algunos vieron la posibilidad de restauración del antiguo orden elitista, donde lo doloroso es la indiferencia frente a los chilenos comunes, a quienes se les confiere el estatus de espectador distante, exigiéndoles confianza en la promesa redistributiva de la Presidenta Bachelet. ¿Es esto razonable? Por supuesto que no.
Es cierto: no estuvimos lejos del bochorno de las manitos alzadas con lágrimas en las mejillas después de que periodistas y políticos calificaran el acuerdo del té como “histórico”, en circunstancias que ninguna de las dos coaliciones está satisfecha con el acuerdo. ¿Es esto lo que cabe entender por “consenso”? ¿No será una palabra demasiado importante para calificar lo que son transacciones entre dos personas que hablan a nombre de un puñado de pares sociales? ¿Era necesaria toda esta parafernalia en lo que, para algunos, es el regreso de la democracia de los acuerdos (la misma que Allamand desechara en 1991 en una columna en “El Mercurio” a cambio de una “democracia de las alternativas”), mientras que para otros fue un episodio necesario, y para otros más, una repetición de lo que García Canclini calificaba como “ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario”?
Pero, una vez constatada la cacofonía, ¿a alguien le importa el juicio ignorante y popular de quienes no podrán nunca sentarse a tomar el té?