Reforma sin relato
Crece la sensación de que la reforma educacional, quizás la más esperada del gobierno de la Presidenta Bachelet, amenaza con convertirse en un problema crónico y, sorprendentemente, impopular. Al conocido inconformismo de los dirigentes de la Nueva Mayoría acerca del ministro de Educación, Nicolás Eyzaguirre, se agregó el domingo pasado un vistoso desajuste público entre […]
Crece la sensación de que la reforma educacional, quizás la más esperada del gobierno de la Presidenta Bachelet, amenaza con convertirse en un problema crónico y, sorprendentemente, impopular. Al conocido inconformismo de los dirigentes de la Nueva Mayoría acerca del ministro de Educación, Nicolás Eyzaguirre, se agregó el domingo pasado un vistoso desajuste público entre las posturas del ministro Eyzaguirre y las del ministro Peñailillo. No fue nada dramático, pero el orden y la pulcritud siguen siendo atributos indispensables de la aún barroca política.
Lo cierto es que, mientras Eyzaguirre amanecía declarando en El Mercurio que la gratuidad en la educación superior se extendería sólo por cuatro años, el ministro Peñailillo rectificaba en Canal 13 señalando que los dichos del titular de Educación eran una primera aproximación y en ningún caso la decisión final.
Al día siguiente, en una puesta en escena organizada para espolvorear cohesión y normalidad, el propio Peñailillo y el comité político acompañaban a Eyzaguirre a hacer una aclaración con toques de mea culpa. Un día después, remarcando la incomodidad gubernamental con la frágil silueta de Eyzaguirre, la Presidenta aparecía con el ministro en una escuelita, casi maternal, para confirmar su compromiso con la gratuidad de la educación.
El rumor de un posible cambio de Eyzaguirre ronda desde semanas y, por ahora, es sólo eso. Tampoco hay que dar mucha importancia a las peticiones de silencio de dirigentes políticos que, para parafrasear a Bernard Shaw, valoran tanto el silencio que podrían pasar horas hablándonos de sus virtudes.
Pero la preocupación en el oficialismo sobre el destino de la reforma crece con la serena fuerza de una marejada. Ya no es sólo entre técnicos especializados, conjeturando sobre cómo implementarla. Ni un temor alojado en la DC que teme perder la escurridiza fidelidad de la clase media, pragmática y desideologizada.
La semana deja como resultado que la reforma no tiene un camino fácil, ni siquiera dentro de la Nueva Mayoría. Tampoco aliados estables. El constante intercambio verbal de los parlamentarios es elocuente. Ni siquiera un consenso técnico en el cual protegerse y, desde allí, abrir una ruta de negociación en el Parlamento. O, por último, un núcleo emblemático, un par de ideas centrales que la opinión pública perciba como justas e indispensables, semejantes al puñado de temas que el ministro Arenas llamaba el corazón de la reforma tributaria.
Es curioso que a cuatro meses de gobierno, la reforma que más prometía mejorar la vida de los chilenos, la más esperada, no posea un relato afectuoso y claro para los votantes duros de la Presidenta Bachelet, donde la educación formal tiene un valor tan alto como emotivo. No es fácil explicar cómo es que el sinceramente empático gobierno de la Presidenta Bachelet ha llegado a no tener un discurso, sereno y claro, sobre un tema tan querido por su electorado. ¿Qué pasó?
Descartemos el tremendismo. La Presidenta no corre grandes riesgos.
Primero, porque el diseño político para manejar la turbulencia actual es bastante clásico y probado: mantenerla por encima de las querellas partidarias, sobre el debate parlamentario, reservándola para las horas decisivas. Mientras la oposición languidezca, no existe necesidad de que ella modifique esa estrategia. Está funcionando y el equipo que lo maneja está cohesionado. Eso explica que la popularidad de la reforma y la del ministro caen, pero ella todavía vuela varios miles de pies más arriba.
Y, segundo, la debacle de Eyzaguirre ha confirmado a su hombre de confianza, el ministro Peñailillo, como un artesano de mano tranquila en los juegos palaciegos. Gente que sabe, o mira el futuro por el espejo retrovisor, cree ver en Peñailillo unos talentos semejantes a los de Enrique Correa Ríos, quien jugó un rol parecido en el gobierno de Aylwin, cuando su ministro de Defensa, Patricio Rojas, colapsó, políticamente hablando, después del llamado “Boinazo”. Es decir, una especie de régisseur, sigiloso y astuto, capaz de manejar las crisis tras bambalinas sin hacer cambios dramáticos al libreto ni salir innecesariamente a escena.
Cierto. Peñailillo ha dado el tono y en medio de los problemas de la reforma ha mostrado que es mucho más de lo que se preveía. Sin embargo, no se pueden subestimar las complejidades políticas de la reforma educacional. El embrollo que se ha armado reúne problemas técnicos, políticos, y comunicacionales no menores. Generar un consenso entre los partidarios de la Nueva Mayoría, requisito previo para ver cómo se sigue adelante con la reforma, no será nada fácil, pues la mezcla de expectativas y personalidades no es simple ni racional. Bastante más impredecible de lo que había detrás de la reforma tributaria. Y, porque al revés de aquella reforma, cuyos costos los iba a pagar un grupo relativamente pequeño de la población, la reforma educacional puede afectar severamente la vida y las expectativas de millones de chilenos.