Cazadores de moscas
Por Jorge Edwards
“Hemos convertido el viejo y honroso Premio Nacional de Literatura en un premio de funcionarios”.
Por Jorge Edwards
El Premio Nacional de Literatura, que todavía provoca algún ruido y muy pocas nueces, se ha desvalorizado a lo largo del tiempo en forma notoria. En su momento, fue una expresión poderosa del interés de la sociedad chilena por sus escritores, sus novelistas y poetas, sus grandes prosistas. Ahora es un premio a escala nacional entre muchos otros y su peso en la vida del país es muy inferior al de antes. El discurso del autor premiado, sin ir más lejos, era en tiempos anteriores extenso, importante, de larga repercusión. Recuerdo hasta hoy el extraordinario texto de Pedro Prado, editado, comentado, estudiado en los colegios. Así como recuerdo notables crónicas de Alone, Hernán Díaz Arrieta, sobre cada Premio. Era un galardón que consagraba y que en algunos casos descubría a escritores desconocidos, como fue el de José Santos González Vera, o como lo fue, a su modo, al destacar el valor de una prosa, de un uso particular del lenguaje, el del mismo Díaz Arrieta y el de Francisco Antonio Encina. En los años de dictadura, el premio, reservado para los incondicionales del régimen, cayó en su máximo descrédito y compruebo que no hemos sabido devolverlo a un sitio de calidad, de inspiración, de pedagogía social.
Alguna vez me invitaron a formar parte de una comisión, presidida por Gabriel Valdés Subercaseaux, encargada de proponer reformas de la legislación sobre premios nacionales. Creo que la comisión trabajó bien, con paciencia y constancia, sin prejuicios, con mentes abiertas, pero sus recomendaciones, como suele ocurrir entre nosotros, fueron mal escuchadas y muy poco o nada seguidas. Si entre las autoridades designadas por la ley para formar parte del jurado hay médicos, hombres de ciencia, economistas, es absurdo que no deleguen su función en buenos conocedores del tema, como lo autoriza la ley en forma explícita. Y que la presidencia del jurado no sea decidida por mayoría en una sesión previa, como lo prescribe explícitamente la ley. El sentido cultural del asunto es claro: si hubiera una discusión previa bien informada, entre personas de pensamiento y de visión literaria sólidos, se crearía un antecedente que pasaría a formar parte de nuestra historia literaria y que no permitiría que algunos gacetilleros de segunda o de tercera línea se lancen con tanta ferocidad a destruir la obra de los indefensos premiados. No me opongo en absoluto a que existan otros premios. Está muy bien que existan. Pero las sociedades avanzadas han honrado siempre, en forma prioritaria, a los creadores, los cultivadores, los mantenedores de la lengua, raíz única, irremplazable, de los tejidos sociales. Nosotros, burócratas sin remedio, hemos convertido el viejo y honroso Premio Nacional en un premio de funcionarios.
Por lo demás, a pesar de mis reservas frente al mecanismo de estos premios, creo que la designación de Antonio Skármeta fue un acierto total del jurado. Skármeta tiene una obra valiosa, interesante, diversa, sostenida y enriquecida a lo largo de años. Es uno de los autores chilenos más leídos, traducidos, estudiados aquí y en el extranjero. Recuerdo con emoción sus primeros cuentos, que contribuí precisamente a premiar en alguna oportunidad, que introdujeron un aire literario fresco, inédito, en nuestra literatura narrativa. Además, Skármeta ha enseñado el arte literario, el de aquí y de todas partes, y ha difundido la lectura con talento y con ingenio. Pues bien, aparecen tres o cuatro críticos, incrustados en medios y en instituciones, cómodamente instalados, que se lanzan a devorar, a destruir a los autores chilenos de más talento que ellos. Se creen investidos de alguna misión depuradora extraña, esotérica, y se equivocan medio a medio. Nosotros esperaríamos que lean con atención la obra de Skármeta, que reflexionen, que propongan alternativas, si quieren, pero que lo hagan con argumentos coherentes, bien pensados. En lugar de eso, actúan con un frenesí de talibanes, con lectura escasa, con pensamiento pobre, con frivolidad intelectual notoria. Años atrás, en un prólogo a los cuentos de Juan Emar, Neruda hablaba de “estas tierras del desdén y del irrespeto literario”. Parece que vamos de mal en peor, y que no tenemos una conciencia culta, lúcida, del tema: estamos en la trinchera tal, en la camarilla cual, pero no somos, no decimos una palabra válida, que se escuche, que deje una huella interesante. Si uno decide adoptar una actitud marginal, de francotirador, de maldito o algo por el estilo, no puede vivir obsesionado por los galardones o los escalafones literarios. Si lo hace, corre el serio riesgo de convertirse en un talibán necio. Lo que interesa es la lectura inteligente, la reflexión informada y flexible, la contribución a crear una atmósfera literaria más rica, más sensible, donde se produzca la síntesis mejor de la tradición y de la invención, del orden y de la aventura, como pedía un poeta de épocas desgraciadamente desaparecidas y que nuestros talibanes probablemente ignoran y seguramente no entienden.