¿Cogobierno o participación universitaria?
“Más que aferrarse a prohibiciones, que sólo irritan y generan desconfianza de las generaciones más jóvenes hacia las autoridades, se debe hacer hincapié en la responsabilidad que conlleva ejercer el derecho a voto”
Hace unos días, la Presidenta firmó un proyecto de ley conocido como “DFL 2″, que apunta a modificar un decreto vigente que impide a estudiantes y funcionarios administrativos participar con derecho a voto en los órganos encargados de la dirección de las instituciones de educación superior y en la elección de sus autoridades.
El proyecto es una vieja aspiración de los movimientos estudiantiles, pero que no estaba en el programa de gobierno de Bachelet como sí están recogidas algunas de las peticiones que estos dirigentes levantaron desde 2011 (fin al lucro, gratuidad en la educación, etc). Sin embargo, tras las tensiones provocadas al inicio de la tramitación de los primeros proyectos educacionales presentados por el actual gobierno, se buscó hacer un guiño a estos sectores, cuyo respaldo (o, al menos, cuya no agresión) necesita el ministro Eyzaguirre en momentos de cuestionamiento a su gestión.
Antes de entrar en la tensión que supondrá abrir las puertas a una mayor participación universitaria pero sin trabar la gestión de estas casas de estudio y su foco académico, es necesario revisar algunos puntos de cómo irrumpe este tema en la agenda. Primero, el escenario de la reforma educacional es hoy complejo (múltiples voceros y anuncios desordenados) y el Gobierno estos últimos días está tratando de encauzar la discusión. Proyectos como este, que se lanzan sin estar dentro de un paquete de reformas de educación superior ordenado y coherente, sólo contribuyen a ese escenario, aunque políticamente pueden parecer convenientes en determinado momento.
Detalles del proyecto. Según explicó el Gobierno en el anuncio, la iniciativa termina con la “limitación al ejercicio de la autonomía institucional”, posibilitando que las casas de estudio, si así lo desean, incluyan en su forma de gobierno y gestión a todos los integrantes de sus respectivas comunidades educativas. Además, “protege la libertad de asociación de los estudiantes” al establecer que en ningún caso los estatutos o normativas internas de las universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica podrán contener disposiciones que prohíban la organización de sus miembros. En el texto además se incluyeron disposiciones para dictar nuevas normas estatutarias o modificar las vigentes, de la USACH y de la Universidad de Valparaíso, que tienen estatutos orgánicos de los años ochenta, y que por ser entes públicos, sus normas fundamentales deben ser de rango legal.
En grandes líneas este proyecto apunta en la dirección correcta, ya que refuerza el derecho de las universidades a elegir la manera en que desean nombrar sus autoridades. La autonomía es parte de la fuerza de las instituciones de educación superior, lo que garantiza que el conocimiento se expanda y que la libertad de enseñanza fortalezca las sociedades. Al igual que cada universidad debe elegir sus académicos y su sello académico, es legítimo que decidan si todos los estamentos o sólo algunos son parte de las autoridades. Para quienes temen que sectores de “tránsito”, como los estudiantes, tengan un rol demasiado importante, están los resguardos propios que nacen de otros estamentos de la universidad que tienen incentivos para velar por los objetivos de largo plazo.
Las universidades (y en general las instituciones que imparten educación), por su relevancia social, tienen ciertas regulaciones adicionales a la sola prestación de servicios en general. Hay en marcha y discusión superintendencias, agencias de calidad y otras instancias de supervisión que permiten evaluar si los resultados de decisiones internas de esas entidades han afectado a los alumnos. Lo mismo las acreditaciones que condicionan los créditos universitarios, insumo clave para gran parte de las universidades. Hay que fortalecer estas revisiones de calidad por sobre las imposiciones sobre el “cómo” alcanzarlas. Si una universidad considera que los alumnos deben tener participación en la elección de las autoridades u otra decisión, está bien en la medida de que cumpla con entregar carreras de calidad a los alumnos inscritos.
Más que aferrarse a prohibiciones, que sólo irritan y generan desconfianza de las generaciones más jóvenes hacia las autoridades, se debe hacer hincapié en la responsabilidad que conlleva ejercer el derecho a voto, ya sea en elecciones generales o en votaciones universitarias. El temor de que los estudiantes utilicen estas instancias mirando sus propios intereses o con un acento político ha sido expresado por algunos sectores, pero lo claro es que será contrarrestado por el resto de los alumnos que sí quieren priorizar la excelencia académica y por los académicos y funcionarios administrativos cuyo trabajo está en juego.
Pese a su génesis poco planificada y el hecho de que podría ser un flanco adicional de tensiones para una agenda educacional de calidad, hay que debatir a fondo este tema con miras a la autonomía universitaria pero siempre resguardando los incentivos para que la labor principal de las casas de estudios superiores siga siendo la academia y la enseñanza.