En el oscuro secreto de la boca
Por Fernando Balcells
Acabo de ver la película “Chef” en un vuelo de larga duración. La elegí en la esperanza de pasar lo más distraído posible por las complicaciones de la escoliosis y atraído por la promesa de una aventura en los rincones más sabrosos del saber culinario. Esperaba encontrar no la receta, sino que la humanidad del cocinero.
Por Fernando Balcells
Acabo de ver la película “Chef” en un vuelo de larga duración. La elegí en la esperanza de pasar lo más distraído posible por las complicaciones de la escoliosis y atraído por la promesa de una aventura en los rincones más sabrosos del saber culinario. Esperaba encontrar no la receta, sino que la humanidad del cocinero.
La película resultó una historia olvidable sobre la relación padre-hijo, pero hay un momento que la salva al poner en escena la dureza de la artesanía culinaria y que, al pasar, nos recuerda el amor a la experiencia y al trabajo bien hecho.
En el cine, la televisión y las universidades se aborda poco la cocina doméstica. Nadie negaría que la cocina es un lugar de la amistad, de la memoria, de la inventiva y de una cierta resistencia familiar. El caldillo de congrio, por ejemplo, pertenece a domingos de invierno en que a mi padre le gustaba recordar al suyo y marcar la diferencia entre su liberalidad y el autoritarismo de mi abuelo.
Más elocuente es la irrelevancia de la cocina y las costumbres culinarias en nuestra cultura académica. Al parecer, la cocina rompe con dos de los paradigmas académicos modernos. Primero, con la separación de las artes y los sentidos según los órganos receptores en el cuerpo. Hay artes de la boca, de la nariz, de los ojos, los oídos y la piel. Hay, desde luego, operaciones de fusión, pero su destino es incierto y no existe estatuto teórico para su mezcla. Segundo, está la ofrenda de la cocina que se da y se recibe mayoritariamente en un acto gratuito y que va a contramano de la historia. Puede decirse que este es un hábito privado y que en lo público ya nada es gratis. Pero justamente el arte de la cocina desconoce las fronteras de lo público y lo privado y devuelve nuevas posibilidades a este guiso.
Que la comida y la cocina creen esa situación pública de articulación de los sentidos que es el gusto —en palabras de Kant, la preferencia que se debe argumentar en una situación que se presenta a la opinión del grupo— y que además su objeto íntimo sea el gusto al paladar, es una coincidencia elocuente que aún está a la espera de su puesta en escena.
El gusto crítico reúne las inclinaciones éticas, poéticas y racionalizadoras, junto a la mezcla ardiente de las sensaciones. Todo expuesto en un sólo bocado, un acto gastronómico que es el que constituye el espacio público.
La cocina es así refractaria a la clasificación, apegada a la experiencia y consumida en el oscuro secreto de la boca.