Crisis penitenciaria
Los recientes hechos ocurridos en la cárcel de Rancagua, que terminaron con la destitución del director del recinto, generaron cuestionamientos desde diversos sectores y sobre todo evidenciaron la crisis que atraviesa el sistema penitenciario chileno. El caso de los gendarmes, sin embargo, es sólo la punta del iceberg de un problema de consecuencias más profundas […]
Los recientes hechos ocurridos en la cárcel de Rancagua, que terminaron con la destitución del director del recinto, generaron cuestionamientos desde diversos sectores y sobre todo evidenciaron la crisis que atraviesa el sistema penitenciario chileno.
El caso de los gendarmes, sin embargo, es sólo la punta del iceberg de un problema de consecuencias más profundas y con soluciones difíciles de encontrar: las cárceles chilenas están sobrepobladas y los pobres mecanismos administrativos no hacen sino agravar la situación.
Actualmente, según informes internacionales, Chile cuenta con una proporción de 266 presos por cada cien mil habitantes, lo que ubica a nuestro país como el segundo estado de la OCDE con mayor número de personas privadas de libertad, sólo superado por Estados Unidos que posee una tasa de 710 por cada cien mil.
Esta cifra no es concordante con los índices de criminalidad del país y provoca que las más de 80 cárceles en funcionamiento tengan su capacidad sobrepasada en casi un 60 por ciento.
La sobrepoblación penitenciaria no sólo tiene consecuencias al interior de las cárceles (hacinamiento, violencia, sobreexigencia del personal, etc.), sino que además determina los altos índices de reincidencia que muestra nuestro país. Estudios, tanto a nivel local como internacional, demuestran que los procesados que cumplen su condena en un régimen abierto tienen menos probabilidades de reincidir en el delito que quienes completan su pena privados de libertad.
A lo anterior, se suman los problemas de clasificación de los reos del sistema, lo que genera que internos con una calificación de peligrosidad baja o media —cerca del 85 por ciento de la población penal— estén ubicados en recintos de alta seguridad conviviendo con reos peligrosos, con los costos sociales y económicos que esto implica. De igual modo, el propio proceso de clasificación ha sido criticado por diferentes expertos al enfocarse en aspectos subjetivos como el vestuario o el lenguaje, además de tener un carácter estático que no contempla una evaluación periódica de la evolución del preso. Estas falencias provocan que en Chile la población penitenciaria de “alto riesgo” triplique la de países similares.
En este sentido, se hace urgente buscar mecanismos que permitan conmutar las penas de los reos con bajas condenas por penas alternativas y a la vez generar espacios dentro de las propias cárceles que fomenten su rol correctivo, sobre el puramente punitivo.
Durante el gobierno de Ricardo Lagos comenzó la construcción de varias cárceles bajo un modelo de concesión —con un costo de más de US$ 100 millones por recinto—, con la promesa de mejorar la situación penitenciaria y aliviar la carga que significaba para el Fisco la administración y mantención de los recintos. No obstante, más de una década después, el impacto de estos penales ha sido casi nulo y la participación de privados cuestionada.
Más que la construcción de nuevos penales, una posible solución parece pasar por mejorar la administración interna y reformar la capacitación del personal de Gendarmería. No es una tarea fácil. Pese a las elevadas cifras, la sensación de impunidad se ha instalado en la opinión pública, por lo que tomar medidas que apunten a buscar métodos alternativos para el cumplimiento de penas de delincuentes de baja peligrosidad es un tema que puede tener costos políticos difíciles de asumir para las autoridades.