Segunda mirada
La metáfora de los bueyes delante de la carreta se ha vuelto ineludible. Si uno quisiera reemplazarla, por ejemplo, para refrescar los debates, no encontraría mucho que usar. Terminaría inventando algo con tractores —para apegarse al paisaje campestre— y habría que reconocer que la metáfora y los problemas que cubre pertenecen a la era de […]
La metáfora de los bueyes delante de la carreta se ha vuelto ineludible. Si uno quisiera reemplazarla, por ejemplo, para refrescar los debates, no encontraría mucho que usar. Terminaría inventando algo con tractores —para apegarse al paisaje campestre— y habría que reconocer que la metáfora y los problemas que cubre pertenecen a la era de las ruedas de carreta.
En una época marcada por la simultaneidad y por la complejidad de fenómenos desjerarquizados, con forma de espumas, de redes diseminadas o de rizomas, no hay metáforas de arrastre o de causalidad mecánica que sirvan para aclarar los problemas en que elegimos meternos.
En el debate que tenemos sobre educación, sucede que aparentemente se ha invertido la relación temporal entre gratuidad y calidad en la educación. Se ha puesto la economía antes que el sentido, la carreta delante de los bueyes.
Es bueno recordar que en los inicios del movimiento estudiantil la reivindicación de la calidad era lo primero y luego, tardíamente, apareció en escena la gratuidad. Algún historiador de los movimientos sociales podría hincarle el diente a esta secuencia. En el intertanto, sugiero que el paso de la gratuidad al primer plano de la escena tiene que ver, entre otras cosas, con la manera en que fue absorbido y frustrado el movimiento de los pingüinos en una maraña de consejos participativos y de comisiones presupuestarias.
La historia por contar dice cómo lo que viene lógicamente después viene políticamente antes. En un mundo racional, la pregunta por los recursos vendría después de la pregunta por los fines; ‘según lo que queramos para la educación, destinaremos los recursos necesarios’. Sorprendentemente, eso es exactamente lo que sucede —y que a nadie le gusta reconocer—. En la práctica hay una identidad entre los medios y los fines que, lo que pone en duda, es la validez de los reclamos ‘valóricos’ que se desentienden de las prácticas políticas y técnicas que han sustentado. La medida de lo que queremos es lo que gastamos materialmente en obtenerlo. Todo otro alegato son lágrimas de cocodrilo o justificación de mis buenas intenciones. Dejo constancia que aquí no se alude a las familias sino a la sociedad en su conjunto, al Estado y al mercado, a políticos, expertos, profesores y empresarios; todos unidos para llorar y renegar como niños de lo que hemos construido como hombres.