Refundaciones
“Profesores experimentados me confiesan que asisten a sus aulas con miedo”.
Por Jorge Edwards
Las refundaciones, la idea de volver a comenzar, de hacer borrón y cuenta nueva, son viejas obsesiones latinoamericanas. Forman parte de la historia de nuestra región. Y se dice por ahí que conviene conocer la historia para no estar obligado a repetirla. Pero no sé si la conocemos, y sospecho, sobre todo, que no la entendemos. La conquista española fue una refundación, un comienzo nuevo; la independencia, otra; las revoluciones sociales de las últimas décadas, otra más. Todo comenzó de nuevo con Juan Domingo Perón, con Getulio Vargas, con Fidel Castro, con Hugo Chávez y algunos otros. La idea más interesante de ahora, la más vigente de hoy, aunque muchos de ustedes no lo crean, es la idea exactamente contraria: indagar en el pasado, con serenidad, con visión madura, y tratar de aprovechar y de continuar en lo bueno que tuvo. Cambiar, en otras palabras, pero para progresar, no para retroceder. Yo no sé, por ejemplo, si nuestra pregonada reforma educacional, completa, ambiciosa, intransigente, va a producir adelantos tangibles o problemas no bien calculados, callejones sin salida. Las autoridades, que nos miran desde las páginas de los diarios con expresiones de angustia, quieren que los trámites legales se cumplan con la mayor rapidez posible. ¿Para qué, me pregunto, para hundir la cabeza pronto adentro de la tierra, para descansar de la batalla cotidiana?
Los planes son enormes, pero las realidades tangibles son altamente precarias. Como ocurre casi siempre, puesto, que la historia, casi siempre, o siempre, se burla de las teorías. Miro por todos lados y me cuesta mucho divisar en el paisaje actual a verdaderos estudiantes y verdaderos profesores. Existen, pero los medios prefieren mostrar a unos encapuchados que lanzan piedras y bombas incendiarias. En mis tiempos de estudiante en la Escuela de Derecho de la calle Pío Nono y en el Pedagógico de Macul había menos participación, más privilegio, quizás, alguna forma de elitismo, pero uno encontraba a cada rato a jóvenes de orígenes diversos, de la capital y de provincias, pobres y ricos, que estudiaban con pasión singular, quemándose las pestañas, amando el conocimiento, y a maestros de vocación pedagógica profunda, que a veces llegaban de los bares del centro de la ciudad, con los bolsillos de los abrigos atiborrados de papeles, con caras trasnochadas, y que después, instalados en sus tarimas, hacían clases inolvidables de derecho constitucional, de historia de las ideas políticas, de medicina legal, de política económica. El sistema se abrió en décadas recientes, se hizo mucho más participativo, y tuvo errores, excesos, abusos. ¿Significa esto que había que suprimirlo todo, tirar el agua sucia de la bañera con el niño incluido?
Estuve siempre ligado en forma íntima, apasionada, a mundos universitarios diferentes. Fui profesor invitado en Chicago, en Washington, en Madrid y en Barcelona. Ahora converso con profesores experimentados que trabajan entre nosotros y me confiesan que asisten a sus aulas con miedo, que se encuentran con batallas campales entre encapuchados y fuerzas de orden, que las antiguas y nobles tarimas están invadidas por las emanaciones de los gases lacrimógenos. Es decir, salimos de una Edad de Piedra que tenía aspectos amables, benignos, muchas veces interesantes, y entramos en la edad de las pedradas, de las bombas, de los incendios. ¿Alguien en su sano juicio puede pensar que esto constituye un progreso? Haremos todas las reformas educacionales que se nos ocurran, pero mientras no cambiemos la mente de los estudiantes, mientras no aparezcan maestros dotados de la vocación y la pasión de los auténticos maestros, no conseguiremos nada.
Voy a repetir un ejemplo más bien simple y de fuerza persuasiva indudable. En el otoño del año 2008 hice un curso de literatura latinoamericana en la Universidad de Chicago. Llegaba a mi clase a las dos de la tarde en punto y todos mis estudiantes, norteamericanos, peruanos, chilenos, chinos, estaban sentados alrededor de una gran mesa con sus libros y sus papeles al frente. Cuando preguntaba por las lecturas que había recomendado, casi todos habían leído más: el libro en cuestión, las críticas que habían conseguido encontrar, algún libro relacionado. Regresé a Chile y el entonces rector de una universidad conocida me pidió que hiciera un curso en diez lecciones sobre el Quijote. Entraba a mi clase a la hora en punto y sólo encontraba al rector, que había decidido seguirla. Dos o tres minutos más tarde, los alumnos empezaban a llegar con caras de cansados, de aburridos, comiéndose un plátano, arrastrando bolsones y correas desarmadas. Era un desfile que duraba alrededor de diez o quince minutos y que yo observaba con asombro y con bastante tristeza. No tristeza por mí, desde luego: tristeza por ellos. Les preguntaba si habían leído los dos o tres capítulos que les había encargado —de Miguel de Cervantes, de Américo Castro, de Vladimir Nabokov—, y muchos contestaban que “no habían tenido tiempo”. Habían tenido que confeccionar bombas molotov, a fin de protestar “contra el sistema”, o distribuir cáscaras de plátanos. No es que vinieran de familias marginales o necesariamente pobres, pero hacían ostentación de una pobreza de espíritu francamente extraordinaria. Les hablé muchas veces del tema, sin la pretensión de refundar nada, pero sí con la intención de meterles alguna inquietud, alguna curiosidad, adentro de la cabeza. Me atrevo a pensar que conseguí, a pesar de las penosas apariencias, algunos resultados.