Educación y reduccionismo
¿Cómo se educa la tolerancia política, nacional, étnica y religiosa si no se la vive?
Enrique Barros, en una entrevista a “Qué Pasa”, dio una lapidaria sentencia al estado intelectual de la derecha chilena: “Los intelectuales de derecha suelen ser simplones: liberales que creen que el mercado puede funcionar sin reglas de justicia o conservadores que ignoran los cambios de la sociedad civil”. Se trata de una observación notable de alguien que conoce bien de lo que habla.
Una joyita de esta apreciación fue la declaración de Sergio Melnick respecto del fin del embarazo como preexistencia. Le podríamos dedicar la columna, pero dada la interpelación al ministro Eyzaguirre, parece más apropiado situarse en el contexto del debate sobre educación, en el que se aplica con extraordinaria certeza.
Desde la derecha, los argumentos de los opositores a la reforma educacional son economicistas: reclaman por el fin del afán de lucro en la actividad educacional, junto con el fin de la selección y del copago. Dicen que no habrá incentivos para hacer bien la pega. Es decir, la derecha se resiste a tratar la educación como un bien de una naturaleza especial, ya que la considera como un bien como cualquier otro. El ex Presidente Piñera lo dijo bien claro: la educación es un bien de consumo.
Si la educación fuera un bien de consumo, las empresas podrían maximizar utilidades sin más restricción que las que les brinde la regulación del sector y la disciplina de mercado. Como se sabe, la regulación fue mínima desde 1980. Invocando usualmente la “libertad de enseñanza”, sólo hubo quórum para cambiar la LGE por la presión de la revolución pingüina. La disciplina de mercado es mínima: los padres eligen colegio mayoritariamente por razones distintas de la calidad (medida por las pruebas Simce).
Desde una perspectiva económica, abundan las razones para una regulación superior (en intensidad y calidad) a la actual.
Sin embargo, la complejidad del proceso educacional es tal que reducirlo sólo a la dimensión económica es reduccionista. Veamos un sólo punto: ¿qué ocurre con el proceso educativo cuando los niños se abren al mundo rodeados de otros niños iguales a ellos? ¿Qué pueden aprender de la diversidad que hoy caracteriza las (buenas) universidades y los puestos de trabajo modernos? ¿Cómo se educa la tolerancia política, nacional, étnica y religiosa si no se la vive? ¿Cómo se aprecian culturas distintas si mi círculo cercano comparte básicamente la misma?
La reforma en curso debe desandar un camino que, a nivel mundial, fue único en su minuto: introducir mercado al sistema educacional. Hoy otros países han avanzado algo en esta dirección, incluyendo Estados Unidos, donde la privatización del sistema escolar está en discusión. Tal como en Chile, en ese país la privatización del sistema escolar (en niveles mucho menores) se ha hecho a expensas de la educación pública con la misma lógica.
A la gente le importa su situación económica, pero también le afectan otras dimensiones de la vida. Al sistema educacional se le asigna usualmente el ideal de ser un punto de partida que debiera ser (o al menos aspirar a ser) un “terreno de juego nivelado” entre los nuevos ciudadanos: los niños. Por supuesto, entender la fuerza valórica, cultural y política de esta demanda requiere ciertas características, que la ignorancia y la pereza intelectual no deben ser excusa para no ver.