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Nudos gordianos

“Me pregunto si el nacionalismo catalán no será el nudo gordiano de la política española de estos años”.

Publicado el 14/11/2014

El general De Gaulle decía que los verdaderos hombres de Estado, a diferencia de los simples políticos hábiles, eran los que sabían cortar los nudos gordianos. Citaba, a este respecto, al Presidente John Kennedy, que se había encontrado con el nudo gordiano de la revolución cubana y con el de los derechos civiles en los Estados Unidos y no había sabido cortarlos. La idea venía de la historia antigua, del relato de las hazañas militares de Alejandro Magno, que se había visto enfrentado a uno de esos nudos y lo había cortado de un solo golpe de espada.

Ahora me pregunto si el nacionalismo catalán no será el nudo gordiano de la política española de estos años. No estoy demasiado seguro. Quizá sea un nudo buscado, fabricado, innecesario, que en lugar de cortar habría que desinflar. En la votación del domingo 9 de noviembre, en la que se planteaba la cuestión del estado independiente, hubo una participación evidentemente baja, de sólo un tercio del censo electoral. Tampoco fue una verdadera elección: no hubo una campaña electoral en la que se pudieran discutir a fondo las diferentes alternativas. Tampoco hubo ninguna posibilidad de controlar el voto en forma seria. No había vocales de mesa en el sentido real de la expresión ni representantes de los diversos partidos. Sólo había colaboradores, voluntarios de la causa de la independencia. El Tribunal Constitucional había dictaminado que el evento era contrario a la Constitución vigente y al Estado de Derecho. Y sólo acudió a las urnas un catalán de cada tres, lo cual, como efecto de demostración y propaganda, fue más bien negativo. ¿Quién puede asegurarnos que no hubo menores de edad, o mayores que votaron dos veces? Los chilenos, y sobre todo los mayores, sabemos del asunto. En mi niñez votaban los muertos de algunas regiones campesinas. Después vino el voto secreto, el sistema de mesas controladas, el voto femenino.

Muchos decretaron que el acto del domingo 9 no había tenido el menor efecto político, que había sido una propaganda cara, pagada por los contribuyentes, y perfectamente inútil. No pretendo entrar en los detalles, pero sí entregar un testimonio personal. Viví en Cataluña desde las vísperas de la muerte de Francisco Franco hasta los primeros años de la transición. Había escrito un libro sobre mi breve y accidentada experiencia cubana que fue muy leído y había conocido a muchos de los personajes de la España de esos días. Mis meses de Cuba me habían enseñado que las teorías políticas van por un lado y que la historia, unida con aquello que Unamuno llamaba intrahistoria, va por otro. Comprendí que la monarquía constitucional, en el caso español, era un buen camino, una forma de entender la historia sin prejuicios ideológicos, y pensé que el modelo español podría servir de orientación general, sin entrar en los detalles, para nosotros en Chile. Cuando formé parte del comité chileno de elecciones libres, en los tiempos anteriores al plebiscito de 1988, le sugerí a mis colegas que invitáramos a Adolfo Suárez y acompañé al ex Presidente de Gobierno de España durante toda esa jornada. Eran días de emoción y de reflexión. En ese plebiscito, a pesar de las muy difíciles circunstancias, hubo mesas electorales con participación de los más diversos sectores y hubo una campaña de televisión a favor del sí y a favor del no que recuerdo como uno de los mejores episodios de discusión política, con los temas de fondo y con los grandes personajes del país en el centro de las pantallas.

No sé cómo se llegó en España a la situación del 9 de noviembre último, pero sé algo derivado de mi propia experiencia. La atmósfera, el ambiente de las ideas, de la cultura, del debate constitucional, en la Cataluña de los años de la transición, era algo único, inspirador, inolvidable. Me acuerdo de conversaciones extraordinarias entre catalanes, madrileños, vascos, andaluces, argentinos, chilenos, ingleses. Todos teníamos la impresión de participar en el proceso y de que las cosas ocurrían en una España diversa y a la vez única. Compartíamos con afecto profundo, con simpatía, la historia catalana, descubríamos su lengua y su literatura, pero al mismo tiempo entendíamos que era parte de una historia conjunta, compartida. Me acuerdo ahora de los regresos extraordinarios de Tarradellas, de Rafael Alberti, de Sánchez Albornoz, de tantos otros. Y de las resurrecciones de artistas como Luis Buñuel, como Pablo Picasso y Joan Miró, como Salvador Dalí. Nadie pensaba que para celebrar a Buñuel o a Dalí fuera necesario separarse de Gutiérrez Solana. Había una atmósfera compartida y que se reforzaba mutuamente. En el pensamiento político no era diferente. A mí, en lo personal, los antagonismos de ahora, con su vertiente localista, provinciana, con su deseo de usar el idioma como un garrote y no como un puente, no me convencen para nada. ¿Qué sucedería, por ejemplo, si don Quijote de la Mancha, el Caballero de la Triste Figura, en la salida de la segunda parte, no consiguiera llegar hasta Barcelona sin pasar por aduanas y detenerse en la playa, de noche, frente a los barcos que habían luchado en Lepanto? Pero había, en la jornada electoral del domingo pasado, unas alegrías y unos aplausos, unos signos de triunfo, que no me parecieron del todo convincentes. ¿Estaba obligado un americano del sur a solidarizar, o más bien, bajo las enseñanzas de su propia historia, a discrepar? Dejo la pregunta en el aire y me dispongo a doblar la página lo más pronto que sea posible.

Jorge Edwards

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