Teletón y el bien común
“La Teletón tendría sólo una fracción de su impacto actual si fuese administrada exclusivamente por el Estado”.
Pese a que era una meta de recaudación sin precedentes, la campaña 2014 de la Teletón consiguió una vez más superarla con creces y asegurar los fondos que necesita para seguir atendiendo a miles de niños y jóvenes discapacitados en los 13 centros que administra a lo largo de Chile. Se trata de un ejemplo especialmente potente del impacto positivo que pueden tener las organizaciones de la sociedad civil y parece oportuno destacarlo en un contexto en que algunos defienden la idea de que el Estado es el actor mejor capacitado (y con más legitimidad) para llevar adelante iniciativas de contenido social.
Esto último no tiene sustento en la experiencia chilena ni extranjera. Por el contrario, es insoslayable “el hecho básico de que el control estatal tiende a la ineficiencia de igual modo que los mercados completamente libres conducen a resultados injustos”, como escribe en “La gran sociedad” el intelectual británico Jesse Norman, invitado a la reciente Enade. No cuesta imaginar que la Teletón tendría sólo una fracción de su impacto actual si fuese administrada exclusivamente por el Estado. No sólo porque su presupuesto sería una pesada carga para el erario, sino porque su condición de organización intermedia —ubicada entre los ciudadanos y el Estado— le ha permitido desarrollar grados de especialización, cobertura, eficiencia y efectividad que difícilmente podría emular una repartición pública.
Mucho más razonable parece el enfoque expresado por la Presidenta Bachelet, quien comprometió la continuidad del apoyo estatal a la Teletón a través de distintos mecanismos para ampliar los centros existentes y construir uno nuevo en Valparaíso. El Estado asume entonces un rol complementario, de respaldo a una institución que conoce los desafíos de la discapacidad mejor que cualquier burocracia. Con una lógica parecida funcionan otras organizaciones sin fines de lucro que abordan problemáticas sociales de gran complejidad, como las personas en situación de calle, los ancianos sin familia, los niños quemados, los campamentos, la rehabilitación de drogadictos o, por cierto, la educación. Todas ellas se sostienen por su propio esfuerzo, pero el Estado puede tenderles una mano, sin buscar sustituirlas. El país pierde cuando se cree que el Estado y la sociedad civil son actores mutuamente excluyentes, pues lo cierto es que pueden ser aliados en aras del bien común.