Revisiones, relecturas
“Sólo la fantasía nos permite vivir, o por lo menos sobrevivir sin horror, a prudente distancia de lo siniestro”.
Por Jorge Edwards
Pienso que estamos en tiempos de repetición, de revisión, de relectura. Algunos hablan de venir de vuelta, pero vamos de ida, y en un viaje sin retorno. Somos viajeros inmóviles, para decirlo a la manera de Emir Rodríguez Monegal, que era uno de los grandes críticos literarios de la lengua, y que ahora nos tocaría rescatar.
Una forma de viajar desde el pasado, sin exceso, sin prisa, quedándose en el mismo sitio, es releer. Un vicio tan impune, y se podría sostener que más profundo, en alguna medida más perverso, que el de la simple lectura. Leemos el libro abierto del universo, con sus correspondencias, con sus metáforas, no siempre fáciles de interpretar, con sus maravillosos papeles y sus enigmáticas tipografías.
Mario Vargas Llosa ha leído con pasión singular a Giovanni Boccaccio, precursor de casi todas las formas literarias modernas, y lo ha llevado al teatro en sus Cuentos de la peste. La obra es sólida, divertida, reflexiva, irreverente, con una forma de irreverencia que exige sabiduría, y participa de los géneros más diversos: el drama, el sainete, la danza, la poesía, la filosofía. Acabo de releer, con placer enorme y con una pizca de obsesión y hasta de heroísmo, una de las grandes novelas de mi juventud, La montaña mágica, de Thomas Mann, y encuentro ahora, después de haber asistido al estreno de la obra de Vargas Llosa, una interesante coincidencia con El Decamerón. En el texto medieval, revisado por un contemporáneo, la peste cumple una función parecida a la enfermedad en la novela de Mann. Aísla a un grupo de gente heterogénea, en algunos casos inteligente, cultivada, en otros, primitiva, picaresca, sanchopancesca sin saberlo, avant la lettre, y obliga a matar el tiempo, o a recuperarlo, a darle vida. La obra de teatro de Vargas Llosa, “vagamente inspirada”, nos explican, en la de Boccaccio, junto a sus peripecias, sus enredos, sus invenciones, nos amplía el tema de la verdad de las mentiras. Para sobrevivir en un recinto cerrado a causa de la peste, con las entradas bloqueadas por lanceros y arcabuceros, hay que inventar, hacer ficciones, contraponer universos ficticios a las apestadas ciudades reales. En La montaña mágica, mientras los pensionistas del Berghof se encuentran instalados en sus amplios comedores, conversando, especulando, riéndose, devorando enormes platos de cacería, quesos, postres refinados, licores de marca, los cadáveres son sacados del sanatorio por una puerta lateral, envueltos en sudarios, amarrados a un trineo, y conducidos a toda velocidad, en el silencio de la nieve, a los cementerios de las ciudades de abajo, que son, aunque sólo en apariencia, las ciudades de los buenos y sanos. El mundo de los normales se encuentra separado del mundo de la gente aislada, de algún modo condenada, pero al final no se sabe con exactitud dónde está la normalidad y dónde la enfermedad. Lo único que cuenta son las conversaciones, las discusiones de Naphta con Settembrini, las extravagantes intervenciones de Myneer Peeperkorn, las divagaciones solitarias de Hans Castorp, extraviado en una tempestad de nieve, las protestas de Boccaccio, las piruetas de Pánfilo. ¿Comprenden ustedes? Sólo la fantasía nos permite vivir, o por lo menos sobrevivir sin horror, a prudente distancia de lo siniestro y lo maloliente, que nos envuelve, sin embargo, por todos lados. Y da la impresión, por momentos, de que el erotismo contribuye a salvarnos durante un rato, aun cuando el rato es efímero y el desenlace, como lo sabían muy bien los clásicos, triste.
Lo que sucede es que entrar en un clásico en profundidad, con perseverancia obsesiva, es descubrir un espacio nuevo y quedar atrapado, a la vez, en ese espacio, en esa forma de marginalidad. Boccaccio me hizo pensar en Dante, en Maquiavelo, incluso en Montaigne y en Cervantes. La risa del Decamerón es descocada, desatada, y arrastra una tristeza de fondo, como la de algunas novelas ejemplares, como la de algunas páginas del Caballero de la Triste Figura. Entrar en esa risa nos obliga a acercarnos a una constelación intelectual, literaria, estética. En Los cuentos de la peste, los episodios de la pintura y sus condenas, sus tabúes, sus marcos, esgrimidos por los personajes y hasta aplicados a personas del público, son notables.
La relectura de Mann conduce a constelaciones más recientes, pero no menos consagradas y deslumbrantes: Goethe, Tolstoi, Nietzsche, Schopenhauer y muchos otros. Uno se pregunta si sería preferible suspender estos procesos. Pero son procesos, movimientos, actividades internas, mentales, que constituyen, en el balance final, lo mejor de la vida. Cuando hablé de la constelación de Thomas Mann, se me olvidó mencionar la música de Ricardo Wagner. Y me gustaría mucho escuchar la música de los seguidores de Boccaccio. En resumen, el camino del arte es largo, como traté de indicar en el comienzo, y exige un recorrido lento, no alterado por el bullicio, por la prisa, y la vida es breve, y si corremos demasiado, puede ser todavía más breve.