Aborto masculino
Por Fernando Balcells
“La responsabilidad del padre es intermitente, excepcional y eludible”.
Por Fernando Balcells
Conozco la carga del aborto, porque la he vivido como hombre. Desde afuera, indirectamente o de oídas. Una experiencia así no es siquiera algo amortiguado, es un contrasentido cercano a la nada.
De joven, me tocó acompañar a alguna amiga en ese trance. Para el hombre es fácil oponerse al aborto de la pareja o de la amiga. No es él quién va a asumir ni el embarazo, ni el parto ni la responsabilidad de la maternidad. Amigos lo enfrentaron, oponiéndose con argumentos concluyentes, pero sabiendo que sus fuerzas eran puramente discursivas. El hombre puede ofrecer apoyo, amor y matrimonio. Puede actuar con total corrección, pero sin responsabilidad real y con un compromiso ambiguo. Se acomoda a la decisión de su pareja, aparentando entusiasmo por el embarazo, lamentando la decisión de interrumpirlo y ocultando el alivio de una opción que no le pertenece. El buen hombre se debate entre la humildad y la hipocresía, que no le dejan más que las alternativas simétricas de la huida o la imposición violenta de su voluntad.
Nunca es el hombre el que aborta. Aunque su experiencia sea intensa, no se compara con la vivencia desgarradora de la mujer. Aun en el reequilibrio de las tareas domésticas, la responsabilidad de la madre es inagotable. La del padre es intermitente, excepcional y eludible.
Todo hombre tiene una aproximación ligera al aborto. Obispos y moralistas hablan desde una impostura. Plantean una lucha contra el mal, que podría ser romántica si no se ejerciera desde la inmunidad, el poder y la comodidad de la masculinidad.
Cada embarazo puede ser una bendición y una alegría, pero, con total certeza, es una carga de la mujer. El hombre puede simpatizar, amar, acompañar y compadecer. Pero siempre será un actor de reparto en el drama íntimo y particular de cada mujer que debe criar a sus hijos y, eventualmente, en un conflicto entre las vidas, abortar un embarazo.
Entre los asuntos que se discuten en estos días, está el de la racionalidad adecuada para discutir sobre el aborto. Estas racionalidades se dividen primariamente en dos. Las que excluyen toda opinión y reducen el debate a la aplicación dogmática de una autoridad moral. Y las otras, que buscan definir una instancia soberana para resolver las incompatibilidades entre la vida que existe y la que podría gestarse.
Los hombres, los Ezzati, los Lorenzini e incluso los más discretos, hemos hablado demasiado. El sesgo masculino, violento o liviano, dominante o ignorante, debería inhibirnos en el debate público. Es hora de que hablen las mujeres y se hagan cargo del porvenir. Este no es un problema de Estado, ni de humanidad ni de sociedad, sino, en primer lugar, un problema de género, ante el cual los hombres provechosamente podríamos callar.