Bicicletas y movilidad urbana
“Cada vez son más las ciudades que llevan a cabo planes globales para convertir la bicicleta en el principal medio de transporte urbano”.
Marzo ha vuelto a poner en la agenda la polémica sobre los problemas de movilidad urbana que afectan a numerosas ciudades del país y, con particular gravedad, a Santiago. El colapso de las vías de circulación capitalinas multiplica los tiempos de viaje, impactando negativamente en la calidad de vida de los ciudadanos, al tiempo que repercute sobre la productividad laboral y el medio ambiente.
El informe de la Comisión Pro Movilidad Urbana, presentado en enero de este año, elaboró un diagnóstico y una propuesta que abarcaba diferentes áreas del desarrollo urbano relacionadas con aspectos tales como la infraestructura vial y las políticas públicas destinadas a desincentivar el uso de vehículos particulares. Esto último parece ser efectivamente necesario, en un contexto en el que el parque automotor nacional ha crecido un 36% entre 2009 y 2014, superando los cuatro millones de vehículos, de los cuales el 40% se concentra en la capital.
La tendencia internacional también apunta en este sentido. Cada vez son más las ciudades que llevan a cabo planes globales para convertir la bicicleta en el principal medio de transporte urbano. Entre los ejemplos disponibles destacan Copenhague, en Dinamarca, que directamente prohibió la circulación de automóviles, y París, donde el 60% del tráfico del microcentro se realiza en bicicleta y se le paga un bono a las personas que optan por este medio de transporte para desplazarse a su trabajo.
No obstante, el problema de la movilidad urbana no sólo se relaciona con el medio de transporte elegido, sino también con un aspecto global de planificación urbana. En estas ciudades europeas, las distancias a recorrer son mucho menores que las que atraviesa el santiaguino a diario para llegar a su trabajo. En París, por ejemplo, el circuito promedio es de 5 kilómetros. Los distintos actores involucrados en el problema –ciclistas, automovilistas y peatones– parecen enfrascarse en una discusión de derechos y deberes, perdiéndose de vista un aspecto crucial: que la ciudad es un espacio común, construido colectivamente.
Una de las claves parece ser la educación vial. Pero no sólo la relativa a aspectos formales relacionados con conocer las señales de tránsito y respetar las ordenanzas de circulación, sino también una que apunte a la toma de conciencia de los costos sociales relacionados con las elecciones individuales que los ciudadanos tomamos para desplazarnos por la ciudad.