Catástrofes y políticas públicas
Por Luis Cordero Vega
“Regularmente pensamos en diseñar políticas públicas para la reparación y recuperación, y no para la minimización de los riesgos”.
Por Luis Cordero Vega
Cada vez que nos enfrentamos a eventos como los ocurridos estos días en el norte y sur nos preguntamos cuál debería ser la manera en que debemos enfrentar las catástrofes. La respuesta habitual apunta al rol de la Onemi, la reacción de las autoridades nacionales y las amenazas de comisiones investigadoras. Sin embargo, se suelen pasar por alto importantes consideraciones.
Como se sabe, los desastres —desde la acción de la naturaleza, pasando por los accidentes industriales y tecnológicos, pero también por los deliberados como incendios o terrorismo— han aumentado en las últimas décadas, probablemente por la manera en que hemos concebido los riesgos en las sociedades postindustriales. Existe consenso entre expertos que los desastres tienen como característica central exponer la estructura social y cultural de un modo más pronunciado que otros eventos destacados. Ellos revelan de manera cruda las fallas de organización (públicas y privadas), los límites de la solidaridad, la calidad de nuestras regulaciones y la credibilidad del sistema político. Las catástrofes producen estrés institucional; generan cuestionamientos al Estado, a la utilidad de las normas que regulan riesgos y a la distribución del poder para adoptar decisiones.
Se suele decir que los desastres son eventos excepcionales y que tras ellos siempre existe una oportunidad para mejorar nuestras instituciones. Esa forma de ver las catástrofes esconde un problema y es que regularmente pensamos en diseñar políticas públicas para la reparación y recuperación, y no para la minimización de los riegos.
Estas cuestiones son aún más evidentes en el caso de desastres naturales, en que pareciera no podemos disminuir directamente la probabilidad de esos eventos (es difícil en el caso de un terremoto, sequía, la erupción de un volcán o un temporal), pero lo que resulta razonable es que podamos reducir la vulnerabilidad de sus efectos: p.e. concentración de productos peligrosos, diseño de embalses, integración de telecomunicaciones, construcción en áreas de riesgo, descentralización de las decisiones, etc.
Por eso no resulta conveniente amenazar con reacciones en base al simple temor o a la coyuntura oportunista del desastre. El miedo produce efectos no sólo en la vida personal, sino que también en nuestros comportamientos colectivos e institucionales, lo que produce pérdidas sociales significativas. Por eso las catástrofes que hemos vivido en estos días nos deberían permitir adoptar decisiones en base a nuestras vulnerabilidades y no a nuestros temores. Y esto vale tanto para los desastres naturales, como para nuestra actual crisis política.