Fargüest
Por Carlos Franz
“El conductor tuvo la pésima idea de tocarle la bocina con insistencia. Error fatal”.
Por Carlos Franz
“Te voy a clavarte est’hacha en la pelá, huevón”. El tipo que profería esta amenaza parecía perfectamente capaz de cumplirla. Era de una flacura rabiosa, tenía las escleróticas enrojecidas y mostraba ese aspecto polvoriento de los cowboys malos en las antiguas películas de vaqueros. Aunque ésta no era ninguna película y el hacha era muy real. Medía unos cincuenta centímetros de alto y su filo refulgía bajo el sol de mediodía, enarbolado por ese energúmeno en mitad de una calle atascada y céntrica. ¿Pasaba esto en el centro de Iguala, de Caracas o de Mogadiscio? Nada de eso: ocurría en el “Sanhattan” de Santiago de Chile. Un nuevo “fargüest”.
El conductor amenazado se hundió en el asiento, encerrado dentro de su auto, preguntándose incrédulo si habría llegado su última hora. Lo mismo se preguntaban, quizás, las docenas de automovilistas atrapados en ese atasco. Ninguno protestaba o solidarizaba. Pero el conductor no podía culparlos.
En mala hora protestó él antes al ver que una camioneta abollada retrocedía, a gran velocidad y por una pista prohibida, intentando salir del atasco al precio de casi chocar varias veces. El conductor tuvo la pésima idea de tocarle la bocina con insistencia. Error fatal. En lugar de seguir por la calle lateral que buscaba, ese flaco polvoriento detuvo su camioneta y saltó a la calle vociferando. Desde adentro de la pickup , un compañero le pasaba un sólido cepo de hierro, de esos con los que se bloquean los volantes. El flaco lo rechazó y, en cambio, extrajo de la camioneta el hacha con el cual ahora amenazaba al conductor, mientras repetía: “¡Bájate, huevón, bájate pa’ que pueda clavarte est’hacha en la pelá!”.
En la película “Un día de furia” (Falling Down), Michael Douglas queda atrapado en una autopista durante un atasco infernal en una mañana calurosa de Los Angeles. Las bocinas suenan, los conductores se gritan, la corbata lo ahoga… Douglas no resiste más y abandona su auto, para seguir a pie. En el curso de ese día se hará de un bate de béisbol y luego de varias armas, con las cuales se desahogará vengándose, primero, de los matones urbanos y delincuentes de poca monta que intentan asaltarlo. Sin embargo, una vez desatada, la furia resulta un animal difícil de controlar. Los siguientes en cruzarse con Douglas ya no serán enemigos, sino víctimas…
Encerrado en su auto caluroso, apretando con las dos manos el volante hasta verse el blanco de los nudillos, el conductor amenazado en Santiago escuchaba los insultos y desafíos del hachero, recordaba esa película y sentía que su corazón se aceleraba. El mismo instinto de supervivencia que le ordenaba no bajarse, ni responder a las provocaciones, también derramaba un torrente de adrenalina en sus venas que por momentos amenazaba con enceguecerlo. Una gota de transpiración que resbalaba por su sien izquierda cruzó su mejilla y fue a colgar de su mentón. ¿La estaría viendo ese hachero loco? ¿La confundiría, lleno de grosera satisfacción, con una lágrima? Como corroborándolo, el matón redobló sus insultos y golpeó la ventanilla con el mango de su hacha, conminándolo a bajarse. El conductor amenazado cerró los ojos…
…siente que una calma deliciosa y fatal lo embriaga. Quita el seguro a la puerta, la abre y se baja con lentitud. El matón retrocede un poco, como ganando espacio para blandir su hacha y así trocear mejor a su enemigo. Sin embargo, cuando el conductor deja la última protección que la puerta del auto le brindaba, la expresión feroz del hachero cambia por una de asombro. El conductor lleva en su mano derecha un arma. Un revolver S&W 29, calibre .44 Magnum, con un cañón de 21 centímetros plateado, como el de Harry el sucio. Un arma tan fría que, en lugar de apuntarla, el conductor se la pasa por el cuello y la nuca para aliviarse el calor.
Boquiabierto, el flaco baja lentamente el hacha hasta la altura de su pecho y luego la deja colgar de su brazo. Todavía sin apuntarle, el conductor acaricia ahora con un dedo el largo cañón de su revolver que brilla bajo el sol. Un reflejo hiere los ojos irritados del hachero haciéndolo pestañear. El conductor le pregunta: “¿Me hablabai a mí?”. Y al hacerlo descubre que ha esperado toda su vida una ocasión de parafrasear a Robert de Niro, en Taxi Driver, cuando se enfrenta a un espejo y se desafía: “You talkin to me?” .
El hachero menea la cabeza, negando que antes hablara con el conductor o lo amenazara. Luego retrocede a toda prisa, monta en su camioneta y desaparece echando humo por la calle lateral. Atrás, los demás conductores atrapados en el atasco, aplauden…
¡Ah, si la vida fuera como en las películas!, pensaba el conductor, todavía encerrado en su auto, paladeando esa venganza imaginaria. Pero cuando por fin abrió los ojos de verdad, ese hachero loco, quizás cansado de esperar a un rival, efectivamente había desaparecido.
Las ficciones no pueden detener a los energúmenos, piensa el conductor. Pero a veces evitan que nos dejemos llevar por un día de furia.