Indignación
Por Hugo Eduardo Herrera
“La política, cuando degenera, deviene en testaferro de las ambiciones banales”.
Por Hugo Eduardo Herrera
La política está en el suelo. Los casos Penta, Soquimich y Dávalos provocan que, de la Presidenta para abajo, los políticos sean objeto de indiferencia, desprecio o sorna. Se dice que hay que recomponer la estética de la política. No basta.
La política muestra su dignidad cuando hay quienes la entienden existencialmente, como una actividad que compromete la cuerda íntima, la añoranza más honda, la vida entera. Lo supieron quienes juraron darle a Francia una Constitución en el “campo de juego de pelota”; los sindicalistas alemanes, los húngaros y polacos que intentaron sacudirse de la opresión marxista. En Chile, los independentistas y los forjadores del nuevo Estado; los que se resistieron al centralismo —en La Serena, Concepción, Copiapó—; los grandes reformadores educacionales y sociales del siglo XX; los alzados y masacrados en Santa María, La Coruña, Marusia, San Gregorio, el Seguro Obrero.
Todos ellos comprendieron la política allende el cálculo personal, dejando atrás la mezquina dimensión individualista, bebiendo, de paso, el néctar espeso y trémulo de la gloria. Gracias a ellos nos hemos enterado de que están equivocados “quienes creen que el hombre es una bestia” egoísta y vana; de que aciertan los que advierten en él la capacidad de tomar sobre sí, por momentos al menos, el peso de la historia y darle golpes al destino. Y ocurre entonces que la historia, a veces, avanza.
Hoy, en cambio, estamos ocupados de temas más pedestres. La Presidenta dedica parte de su tiempo a dar toscas explicaciones acerca de los negocios —las “pasadas”— de su hijo. Senadores de la UDI redactan untuosos correos en los que mendigan la ayuda de empresarios. Parlamentarios y fácticos dirigentes intentan mostrar que merecen mantenerse en las páginas políticas de la prensa y no caer en las de policía y tribunales.
La política puede ser la expresión más eficaz de la vida junto a otros; de la aptitud del género humano para establecer vínculos colaborativos, para sumarse generando flujos de luz y poder, impulsos colectivos capaces de producir la paz, fomentar las ciencias y la industria, el bienestar material, la cultura, las artes, producir afectos comunes. Esa misma política, empero, cuando degenera, deviene en testaferro de las ambiciones banales, del egoísmo anodino, de los abusos contra los honestos, los pobres, los postergados, los que esperan redención. Todo eso es feo, por cierto, pero la fealdad o el “bananerismo” aquí son secundarios frente a la franca indignación que inunda al país, pues lo que se está haciendo es pervertir la más elevada aptitud de nuestra especie y traicionar la promesa con la que ella viene preñada.