La mala política
“No sólo la política reacciona torpemente: la posición del Pdte. de la Corte Suprema es una prueba más”.
“Yo tengo compromiso conmigo mismo (…) voy a seguir trabajando en el Congreso y en la región”. Con estos extraños términos, el senador Moreira ratificaba su permanencia en la Cámara Alta ante peticiones de abandonar el escaño por el Caso Penta. Un alegato absurdo, ya que en la legislación chilena no existe la posibilidad de renunciar al cargo apelando únicamente a la voluntad. Pero, ¿por qué razones se es parlamentario? ¿Es un asunto de compromiso de conciencia individual, en la más completa indiferencia por lo que implica representar a otros?
El confuso alegato de Moreira es extensible a gran parte de los parlamentarios, que en coyunturas escandalosas reaccionan mal ante la crisis de confianza que los afecta. Peor aún, no es sólo el mundo político el que reacciona torpemente: la reciente toma de posición del presidente de la Corte Suprema es una prueba más, quien estima evidente lo impropio del fuero parlamentario, puesto que produciría una desigualdad intolerable. ¿Es tan así? ¿Por qué en parlamentos de la mayoría de las democracias desarrolladas el fuero existe? ¿No será porque, superado su origen decimonónico de proteger al legislador ante presiones del Ejecutivo, hoy se encuentran sujetos a presiones de poderes fácticos de otra índole? Es posible contribuir a la hoguera de la democracia de buena fe, desde la alta conciencia que se tiene de sí mismo hasta en nombre de la igualdad.
Es importante saber guardar silencio. Lo grave en esta fase escandalosa de la política es la compulsión por tomar la palabra, que produce un daño cada vez más profundo a una actividad esencial para la democracia. ¿Por qué es tan difícil para quienes protagonizan la política no inflamar la hoguera? No hay que perder de vista que el habla es la acción elemental de la actividad política: es con palabras y no a golpes que se compite por las mayorías en democracia, lo que permite entender la propensión a hablar, generalmente de modo intrascendente. Esto es lo que explica que el uso del silencio quede reservado para quienes tienen poder y lo usan con discreción y sin ostentación. Pero hay una segunda razón para explicar la compulsión verbal: en situaciones de crisis, el acto de habla es también un reflejo de nerviosismo. Algo así como lo que Habermas llama la “ansiedad cartesiana”, un impulso racionalizado para dar cuenta de un mundo que tambalea, y del que diputados y senadores son parte integrante. Es precisamente por esa razón, compulsiva, que entre todos se contribuye alegremente a la hoguera, sin entender los resortes ni las consecuencias de lo que se dice.