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Pirámides de Egipto

“Si pudiera encontrar a alguno de esos enigmáticos directores socioculturales, estaría en condiciones de proponerle una cantidad de medidas concretas, sencillas, difíciles de discutir”.

Publicado el 27/03/2015

Tenemos que entender el momento, y la tarea no es nada de fácil. En épocas muy recientes, el financiamiento de la política era caótico, espontáneo, semisecreto, no regulado. Los candidatos a cualquier cosa, y desde luego los presidenciales, los de las grandes carreras, financiaban sus costosas campañas de cualquier manera: colectas y aportes personales, platas de empresas, dineros de grandes fundaciones e instituciones mundiales. En cada elección chilena de presidente se decidía si Chile iba a seguir en uno de los bloques de la guerra fría o si se iba a pasar al otro. Esto significaba que grandes instituciones occidentales, del estilo del Congreso por la libertad de la cultura, de la CIA misma, apoyaban a los candidatos liberales, procapitalistas, y que la KGB soviética, el régimen cubano, altas organizaciones maoístas, apoyaban a los de izquierda. No hemos terminado de analizar estas delicadas cuestiones: no tenemos el hábito intelectual ni la entereza moral necesarios para llegar al fondo de estas cosas. La viuda del señor Honecker, el país de la terrible Stasi, de la delación multiplicada, del Muro de Berlín y de los que perdieron la vida por tratar de saltarlo, ocupa el sitio de honor en las celebraciones de un partido de gobierno y nadie se extraña. Asiste un joven estudiante, rebelde asimilado por el “establishment”, que hasta hace poco nos daba toda clase de lecciones políticas, y todos tan contentos.

En resumidas cuentas, hubo hasta años recientes platas ilegales, de orígenes internacionales oscuros, en todos los sectores de nuestra vida política. El concepto de la transparencia es muy nuevo, y empieza a aplicarse en un período en que la manipulación interna, los fenómenos secretos, las presiones extranjeras, son relativamente menores, en comparación con los días peores de la guerra fría. Hay aspectos, sin embargo, en que no hemos superado en forma limpia y clara las guerras internas, la polarización política extrema. Uno mira el panorama con distancia, sin ingenuidad, con un mínimo de sabiduría, y observa una lucha confusa, con más de alguno que trata de aprovecharse de la confusión. Llegan políticos ingenuos, que no han conseguido asimilar bien sus respectivas teorías, que aspiran a refundarlo todo y que proclaman, truculentos, que van a proceder como aplanadoras. Y alguien, despistado, me anuncia que Salvador Allende está ganando batallas después de muerto, como el Cid Campeador.

En todo se advierte algo de infantilismo y algo de disparate. Creo que las trampas, las estafas, las evasiones deliberadas de impuestos, deben ser castigadas de acuerdo con las leyes y en procedimientos judiciales normales. Pero en esto no puede haber ensañamiento, ni espíritu de venganza de clases, ni uso político de las situaciones. A un detenido preventivo, mal detenido, puesto que no ha sido condenado por la justicia y nadie puede pensar que su libertad sea un peligro para la sociedad, le encuentran un “pendrive” vacío, sin uso posible, y un gendarme de turno le aplica un castigo personal ejemplarizador. En esta curiosa historia, no sé quién es más peligroso: el detenido o el gendarme con una ostentosa vocación de verdugo.

Otro caso de ilegalidad o especulación abusiva nos permite enterarnos de que existe un cargo de director sociocultural en La Moneda. No entro en el análisis del caso en sí mismo, de extrema vulgaridad, desmedida ambición, picardía criolla fracasada. Me recuerda la frase de un personaje de tiempos pasados: el país se divide en “pillos” y en “pillados”. Sea como sea, lo del director sociocultural es de un ridículo extraordinario y ratificado por decisión superior.

Ahora bien, un director de este orden, si tomara su trabajo en serio, tendría tareas enormes por delante. Cuento una anécdota ilustrativa. Un amigo viajó hace poco a Buenos Aires y se alojó en un hotel del centro de la ciudad. Llegó tarde una de estas noches, sintió hambre y bajó a comerse un sándwich. A las dos de la madrugada, las calles estaban llenas de gente que ocupaba los cafés y que compraba libros en las numerosas librerías abiertas. A pesar de todos sus problemas, Argentina le dio a mi amigo la impresión de un país de gente más lectora y más cultivada que nosotros. Regresó a Santiago, bajó a la calle a la misma hora de la madrugada (en los últimos años, mi viejo amigo padece de insomnio), y tuvo la siguiente experiencia: no había librerías en ninguna parte, abiertas o cerradas; los cafés y restaurantes estaban con las cortinas metálicas cerradas a machote, y había, en cambio, numerosas farmacias de turno iluminadas.

Sus conclusiones fueron terminantes, y puedo asegurar que no las comparto enteramente:Argentina es un país de lectores yChile un país de enfermos, de compradores compulsivos de remedios. Mi amigo exagera. Sin embargo, de todos modos, el libro, objeto histórico, medio privilegiado de transmisión de cultura, de belleza verbal, de conocimiento científico, se encuentra en extinción en el medio nuestro. No en todo el mundo, pero sí entre nosotros. Si pudiera encontrar a alguno de esos enigmáticos directores socioculturales, estaría en condiciones de proponerle una cantidad de medidas concretas, sencillas, difíciles de discutir. Pero me han contado que son personajes inalcanzables, que habitan en verdaderas pirámides de Egipto.

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