Crítica de la confianza incondicionada
Por Fernando Balcells
“La confianza, indispensable para la convivencia, debe emanar de la credibilidad de las instituciones”.
Por Fernando Balcells
Hace algunos años, Gonzalo Díaz, premio nacional de artes, construyó una obra que reproducía en neón una frase de Novalis: “Buscamos por doquier lo incondicionado y encontramos siempre sólo cosas”. Se puede decir de los románticos que son incansables buscadores del amor, pero no grandes amantes. Ellos quisieran creer, amar y entregarse sin condiciones, pero su lucidez se los impide. El drama de la confianza es que ella se encuentra mediatizada por el conocimiento y confinada al ámbito de la fe, de lo indecible y de lo que apenas se puede mostrar en un destello.
Fuera del amor no hay incondicionalidad. La confianza, indispensable para la convivencia, debe emanar de la credibilidad de las instituciones y no de una concesión graciosa de la ciudadanía. Esa confianza necesaria no es automática, es limitada y no se basta con la invocación de un nombre. Ni la Presidencia, ni la Justicia, ni Carabineros, ni el Sernac están dispensados de responder a la crítica ciudadana con eficiencia y con capacidad de acoger a la gente, más allá de su obligación reglamentaria. En democracia, la confianza está condicionada por una hospitalidad ilimitada.
Esto significa que en los días en que la democracia no está en funciones (electorales) y en los lugares en que la opinión ciudadana apremia pero no pesa, no es posible hacer ese trabajo de construir las confianzas. Esto dice que nada de lo que se avance al margen de la ciudadanía, en materia de probidad, por ejemplo, nos llevará a la confianza que necesitamos en la política.
Una crítica de los abusos de confianza supone revisar la falta de representatividad, la representación en exceso y las lealtades que anteponen sus complicidades al funcionamiento de la democracia. La confianza condicionada y la crítica ciudadana son las maneras en que la modernidad ha superado las trabas de los esquemas políticos autoritarios y de los modos de producción incapaces de alimentar a la población.
La confianza que necesitamos debe reinventarse en la ciudadanía, reconociendo su lugar en lo vecinal, lo cotidiano y la política. Se trata de una exploración de lo que hay por debajo del amor; de una exigencia de razón y de justicia en la convivencia. Un ejercicio que pasa por confiar en que nos van a cobrar un precio justo o razonable por los servicios básicos. Pasa por la certeza de que cuando jubilemos, vamos a tener una pensión que se corresponda, en algún porcentaje, justo o razonable, con lo que produjimos en nuestra vida laboral. Que nuestros hijos van a encontrar trabajos decentes después de haberse educado. Que la representación que otorgamos va a ser ejercida con apego al mandato o que podrá ser revocada. La época de delegar y despreocuparnos de la relación entre la política y la calidad de vida han quedado en el pasado.
La confianza pasa por la crítica como un cuerpo pasa, arrojándose a tientas, por la puerta que abre a un mundo nuevo.