Impostores
“También el impostor político es atractivo. La belleza de su imagen publicitaria y la hábil retórica de sus palabras se transforman en otros tantos espejos en los que deseamos mirarnos”.
Por Carlos Franz
El político corrupto es un impostor: se presenta como un servidor público y hasta como un salvador público, cuando en realidad busca servirse y salvarse a sí mismo. Pero un engaño masivo como ése, practicado frente a tanta gente, bajo los reflectores de los medios, requiere de un talento muy especial. Se precisa el arte de un gran estafador de guante blanco, brillante y atractivo, como el de la novela “Confesiones del impostor Félix Krull”, de Thomas Mann.
El padre de Félix murió cuando éste era apenas adolescente, dejándolo libre para seguir su destino. ¿Pero cual destino? Krull sólo sabía que no deseaba ser él mismo sino otro u otros. Desde niño había soñado con vivir vidas ajenas.
Para conseguir ese extraño objetivo, Félix contaba con un par de recursos notables. En primer lugar, era muy atractivo. Su belleza física encandilaba a sus admiradores, induciéndoles a atribuirle virtudes espirituales. Virtudes que no emanaban de su personalidad -ya que no la tenía- sino del deseo de sus devotos. Su belleza era como un espejo en el cual se reflejaban los sueños de los demás (¿y no es así, hasta cierto punto, toda belleza?).
El segundo atributo de Félix era su labia. Su habilidad verbal era prodigiosa y mareadora. Tras escucharlo, sus interlocutores quedaban confundidos, tenían la impresión de haber oído algo brillante sin saber exactamente qué. Esta segunda cualidad era tan reflectante como la primera. Félix no necesitaba decir lo que los demás querían oír -como haría un demagogo-, a él le bastaba con que le atribuyeran haberlo expresado (aunque en verdad no hubiera dicho nada).
Ambas cosas, la belleza y la labia de Krull, estaban vacías. Eran continentes a la espera de un contenido. Formas disponibles, huecas, aguardando a que “otro” las llenara.
La gran oportunidad de Félix se presentó en París, donde se empleó como camarero en un prestigioso hotel. Allí se dejó seducir por una hermosa escritora, cuarentona y millonaria, a la cual le excitaba ser robada. Siguiendo sus instrucciones Krull debía entrar a su habitación en penumbras, saquear sus carísimas joyas y, cuando ella lo descubriera, él debía “violarla”.
Pronto, Félix se encontró en posesión de una pequeña fortuna. Con ese dinero compró ropa muy elegante y se dio el lujo de comer en lugares exclusivos. Sentado en la terraza del Grand Hôtel des Ambassadeurs, Félix conoció al marqués de Venosta. El joven marqués tenía un problema. Sus riquísimos padres querían que abandonara a la bailarina de la que estaba enamorado. Para que olvidara a esa mujer los padres le ofrecieron a su hijo un suntuoso viaje alrededor del mundo, que debía hacer solo. Si no aceptaba, lo desheredarían. El marqués le confesó estos pesares a Krull. Pero mientras lo hacía, animado por la amable disponibilidad de Félix (y por varias botellas de Château Lafite), descubrió una solución. ¿Qué le parecería a Krull intercambiarse con el marqués y hacer en su lugar ese viaje maravilloso?
En ese punto la novela se da vuelta como un guante (blanco). La forma vacía de Félix empieza a llenarse con la personalidad del marqués. El continente ha encontrado a su contenido. ¿O sería más apropiado decir que el contenido vino hacia el continente, irresistiblemente atraído por ese encantador vacío?
También el impostor político es atractivo. La belleza de su imagen publicitaria y la hábil retórica de sus palabras se transforman en otros tantos espejos en los que deseamos mirarnos. Asimismo, el falso líder esconde un vacío de la personalidad. En ese hueco es donde él -o ella- aparenta acoger nuestros deseos y sueños, cuando en realidad los suplanta. A partir de esa suplantación, el impostor se hace llamar nuestro representante, cuando en verdad lo suyo es, más bien, una representación teatral.
Una de las experiencias formativas cruciales en la adolescencia del estafador Félix Krull fue asistir al teatro. Allí vio a un gran actor y quedó embrujado por su extraordinario aplomo y convicción. Pero al visitarlo en su camerino descubrió que se trataba de un ser vulgar y además afectado por una enfermedad a la piel que el maquillaje disimulaba. Sin embargo, Félix no pudo negarle su admiración. Ese actor, “aún siendo consciente de sus granos repugnantes, fue capaz de presentarse ante la multitud con aquella autocomplacencia tan embriagadora; [...] y logró que esa masa viera en su persona el ideal de sus corazones”.
Una línea fina separa la representación política de la representación teatral. Pero aunque fina, la línea es nítida. El político debería representar al público. En tanto que el actor (o el estafador) representa una ficción, que podemos o no creer. El impostor político confunde constantemente ambos tipos de representación. Y al hacerlo también nos confunde.
¿Cómo descubrirlo? La excesiva disponibilidad del impostor, su obsceno deseo de simpatizar, su empeño en no contrariarnos, debería hacernos sospechar desde un comienzo. Pero no es así. Nos dejamos robar nuestras ilusiones casi como si lo deseáramos. Y ese primer robo es el comienzo de la corrupción.