Instituciones y virtud
“Montesquieu era, empero, un pensador político, y distinguió la virtud política de la virtud moral, en un sentido parecido al de Aristóteles”.
Por Hugo Eduardo Herrera
La crisis política que asuela al país está alcanzando niveles inusitados. No todos nuestros políticos son malos, pero hay grupos importantes que estuvieron dispuestos a incurrir en conductas que, dicho con sobriedad, el pueblo no quiere aceptar. Nos sumimos así en una sensación de vago malestar, que nadie sabe muy bien cómo dejar atrás.
Si se les da un vistazo a la historia y a la teoría política, la conclusión es bastante conocida: ni solas instituciones ni meras cualidades personales son la base sobre la cual puede erigirse un sistema político legítimo. Pero ambas son necesarias.
Habrá quien valore todavía al “rey-filósofo”, encarnación extrema de virtud y poder, o la moralización de la política bajo una bandera de moral personal. También algún iluminista que estime que con mero diseño institucional un sistema político puede operar incluso en una “sociedad de demonios”. Todas son posiciones peligrosas. El personalismo y la moralización terminan usualmente privatizando lo que es de todos; el institucionalismo, en el capricho procedimentalizado de quienes controlan las instituciones.
Montesquieu apuntó a una combinación digna de ser considerada. Como pocos, reparó en la importancia de la organización institucional del poder, para distribuir y limitar el poder de los poderosos e incrementar y expandir el poder de los débiles. Para dividirlo se basó en las fuerzas sociales existentes en su época y en las funciones del Estado que logró distinguir: ejecutiva, legislativa y judicial. Poderes divididos o controlados, del lado del Estado, ampliaban el margen de libertad política de los ciudadanos.
Esta pulcra consciencia liberal respecto de las instituciones no le impidió notar que las cualidades de los ciudadanos son fundamentales para darle sustento al régimen político y que esta exigencia de “virtud” se incrementa tratándose de la democracia. Sin virtud —habría que insistir— el sistema político queda inevitablemente expuesto a la pregunta: ¿quién controla a los controladores?
Montesquieu era, empero, un pensador político, y distinguió la virtud política de la virtud moral, en un sentido parecido al de Aristóteles cuando decía que no es lo mismo ser buena persona y buen ciudadano. Por eso, justamente, la exigencia de virtud no coincide con sobrecargar moralmente a la política. Se trata, en cambio, de enfatizar sólo aquellas cualidades básicas —adquiridas, cabría agregar, por educación y habituación, no por imposición— de estricta relevancia pública, o sea, sin las cuales, y por más sofisticado que sea el diseño institucional, la vida en común se termina corrompiendo.